viernes, 28 de enero de 2011

¿Más ciencias y menos letras? Por Santiago Kovadloff


La decadencia argentina lejos está de ser la única fuente inspiradora del libro que Andrés Oppenheimer consagró a lo que bien llama "la obsesión latinoamericana con el pasado". Pero creo que esa decadencia puede haber sido para él especialmente dolorosa, ya que es nuestro compatriota. Lo que sí parece haber impulsado la composición de su obra es el contraste cada vez más acentuado entre naciones de este hemisferio que empiezan a transitar con acierto los caminos del progreso y aquellas que no lo hacen o lo hacen generando contradicciones tan desconcertantes que, en verdad, no se sabe hacia dónde van. Al evaluar su trayectoria, Andrés Oppenheimer no oculta su impaciencia ante ellas, y ya desde el título de su libro, con una exclamación, las incita a no justificarse y a cambiar: ¡Basta de historias!
Con la agilidad que es usual en él, Marcos Aguinis celebró hace poco en La Nacion la aparición de este libro. Mi propósito hoy es otro. Aun así, no puedo menos que sumarme a quienes se congratulan con Oppenheimer por las oportunas reflexiones reunidas en ¡Basta de historias!
En el capítulo dedicado a nuestro país, el autor aborda las penurias y miopías de la educación nacional. Interesado en saber si realmente existe en la Argentina una fuerte demanda de programadores de computación, nos dice: "Visité al director del Departamento de Computación de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, Hugo Scolnik. Le pregunté cómo se puede explicar que haya tantos estudiantes de psicología y sociología que tienen grandes posibilidades de no encontrar trabajo, si -tal como me habían dicho el ministro Barañao (de Ciencia y Tecnología) y varios empresarios argentinos- era un secreto a voces que había escasez de programadores de computación, ingenieros y geólogos. Si es así, ¿por qué hay tan pocos jóvenes (600) estudiando ciencias de la computación? Scolnik respondió: «La gente le tiene mucho miedo a lo que son las ciencias exactas, las matemáticas y todo este tipo de cosas. Son más fáciles otras carreras, como literatura, filosofía y abogacía»."
La explicación del profesor Scolnik me sorprendió. La encontré superficial, prejuiciosa y, en esa medida, improcedente. Soy el primero en reconocer que el desarrollo indispensable de la Argentina reclama muchos más egresados en ingeniería industrial, geología y agricultura, por ejemplo, que licenciados y doctores en cualquiera de las llamadas ciencias humanas, políticas o de la información. Como certeramente señala Oppenheimer, el país desborda de graduados en psicología. Tantos son que abultan dramáticamente las ya dilatadas filas de profesionales subempleados o mal ocupados que se disputan poco menos que a dentelladas un mercado laboral cada vez más exiguo, cuando no han renunciado ya a ocupar un lugar en él. Las cifras aportadas por Oppenheimer son abrumadoras. "En la UBA se gradúan por año 1500 psicólogos y apenas 500 ingenieros. A nivel nacional, contadas todas las universidades públicas y privadas del país, la Argentina produce alrededor de 4600 psicólogos (anuales) y apenas 146 licenciados en ciencias del suelo por año. Es un dato aterrador, considerando que el país tienen una gran cantidad de industrias petroleras y mineras que constantemente requieren nuevos geólogos, y con mejor formación de los que están disponibles."
Está claro que el doctor Scolnik comparte con Oppenheimer (y yo, con ambos) el desvelo ante lo que ocurre. Lo que, en cambio, no me explico es que un hombre interiorizado en la realidad educativa del país como el director del Departamento de Computación de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, y dotado de indiscutible talento analítico, argumente tan ligeramente para explicar por qué es tanta la desproporción entre los estudiantes que prefieren las ciencias humanas a las exactas. Afirmar que ello se debe a que las humanidades son más fáciles que las ciencias exactas no sólo implica subestimar la dignidad de los intereses de quienes optan por ellas, sino ignorar la complejidad que entraña su estudio. Una cosa es administrar desde el Estado el número de postulantes a ingresar a una carrera y otra es considerar que ese número tiende a crecer porque el facilismo induce a estudiar derecho en lugar de física o sociología, en vez de ingeniería molecular. El profesor Scolnik confunde lo que no entiende o no le importa, con lo que carece de seriedad y rigor. Su explicación me trajo a la memoria unas líneas de Arthur Schopenhauer. En ellas, el filósofo alemán recuerda la impermeabilidad hacia la literatura "de aquel matemático francés que después de leer la Ifigenia de Racine preguntó, encogiéndose de hombros: Qu'est-ce que cela preuve? " (?¿Y esto qué prueba?')
Cada campo tiene sus exigencias y dificultades específicas, así como sus propios encantos, y requiere, para encararlos, vocación y un don de discernimiento sin los cuales es inútil empeñarse en su estudio. El interés personal no puede ser manipulado como si fuera un factor secundario a la hora de elegir una carrera. La afinidad subjetiva con una disciplina es un hecho determinante si se aspira a entender el interés que algo despierta en alguien. Insisto en subrayarlo: la promoción de las distintas carreras y el ingreso a las diferentes facultades no pueden resultar ajenos a las políticas de Estado. Para ello, los gobiernos deben estar atentos a las necesidades objetivas del país. Pero no por ello se debe despreciar el significado del interés que suscitan aquellas materias cuyo papel en la formación de la conciencia cultural de una nación es decisivo.
Sin mayor desarrollo de la ciencia y la tecnología, la Argentina no terminará de ser una nación moderna. Pero con ciencia y tecnología exclusivamente tampoco lo será, si por modernidad entendemos algo más que el mero eficientismo y la rentabilidad económica.
Una cosa es impulsar un crecimiento competitivo y otra, fortalecer la comprensión de los grandes desafíos espirituales que exigen considerar la eficacia necesaria a la luz de la ética imprescindible. Acaso esta interdependencia entre ética y eficacia sea difícil de lograr, pero sólo si se la busca el hombre puede sostenerse en el campo de la dignidad que infunde valor a la convivencia de cada cual con sus semejantes. La crisis primordial de nuestro tiempo no resulta del subdesarrollo científico y técnico. Florecen ciencia y tecnología donde crece el páramo filosófico y moral y político. Bien lo saben hoy, aunque no terminen de admitirlo, los países objetivamente mejor desarrollados de la Tierra. La desorientación de las llamadas naciones del Primer Mundo se traduce en conflictos económicos y financieros pero es, ante todo, de orden existencial. Su complejidad y los riesgos que conlleva superan ampliamente los aportes que pueden provenir del universo del cálculo. La idolatría del cálculo, justamente, ha contribuido a crear los problemas que él no puede resolver.
Todo ello, claro está, no exime a la Argentina de ninguna de sus obligaciones en lo que atañe a una mejora indispensable de su educación científica y tecnológica. De lo que sí se trata es de no caer en la unilateralidad tecnocrática ni en el triunfalismo que entiende que, en todos los órdenes, puede aplicarse la misma noción de progreso. Subestimaciones de las letras y el derecho como las que efectúa el doctor Scolnik no contribuyen más que a alentar esa vieja y estéril dicotomía entre ciencias "cabales" y disciplinas "fútiles", que desconoce ante todo la riqueza y la versatilidad expresiva de la subjetividad y, lo que es peor, sus más íntimas necesidades. Presumir que el estudio del derecho, la filosofía, la psicología y la literatura convoca más gente porque resulta más fácil que el de las ciencias matemáticas equivale a empobrecer la noción de lo complejo y a desconocer por completo el papel que desempeña el deseo en la elección de sus caminos. Quizá ninguna de estas disciplinas pueda impedir, por lo demás, la estremecedora asimetría entre ética y eficacia que hoy reina en el planeta. Pero todas ellas permiten que esa asimetría no sea olvidada en favor de un pragmatismo tan insensible como peligroso.


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