domingo, 16 de enero de 2011

La inseguridad, el factor que puede hundir al Gobierno. Por Carlos Pagni


Se trate de inseguridad real o virtual, como muchos quieren hacer creer, el temor ya está plasmado en todos los argentinos. Todos pedimos que nos cuiden y no somos escuchados. La presidente eligió "cuidar" a los delincuentes en vez de a las víctimas, dando muchas muestras de ello, incluso, desarmando a la policía en las calles... No se ustedes, pero yo ni en broma voto al que nada le importa mi seguridad y mi vida.
Graciela Rost
LA inseguridad se está convirtiendo en el obstáculo más determinante de la permanencia de Cristina Kirchner en el poder a partir del próximo 10 de diciembre. Desde hace mucho tiempo los ciudadanos identifican en la desprotección de la vida, la propiedad y el orden público su principal fuente de aflicción. Pero en los últimos meses apareció una novedad que vuelve más relevante ese problema, y es que la Presidenta decidió prestarle atención. Ni la alta inflación, ni el déficit energético, ni la insatisfacción del sector agropecuario, por mencionar tres aspectos controvertidos de su administración, la han convencido de la necesidad de una reforma. En cambio, desde que murió su esposo y asumió en plenitud las facultades de su cargo, la señora de Kirchner modificó la política de seguridad hasta convertirla en la insignia de su "nuevo" gobierno.
La remodelación incluye, además, un peyorativo avance sobre la autonomía de la provincia de Buenos Aires. Daniel Scioli está convencido de que el desborde del crimen puede terminar con su carrera política. Pero insiste en enfrentarlo por una vía diferente. La política de seguridad es el principal motivo de conflicto entre la Presidenta y el gobernador. En otras palabras, es el campo de batalla de la interna peronista.
En los últimos días ha habido un cambio crucial en este cuadro. Varios hechos burlaron la estrategia presidencial contra el delito. El más grave fue el tráfico de 944 kilogramos de cocaína desde una base aérea del conurbano bonaerense al aeropuerto de Barcelona. Pero el más expresivo fue que la Presidencia de la Nación no pudo poner a salvo de una banda callejera los 357.000 pesos que Cristina Kirchner había separado como viáticos para su gira por Medio Oriente.
El escándalo del Challenger sumergió al Gobierno en la estupefacción. Sólo en dos ocasiones se registró en la Argentina un volumen de cocaína superior al capturado en Barcelona: el operativo Strawberry, en 1997, con 2217 kilos, y el operativo Café Blanco, en 1995, con 1030 kilos. La diferencia es que en aquellas ocasiones el cargamento fue detectado fronteras adentro, porque los países cuyas fuerzas de seguridad estaban tras la pista del delito pidieron la asistencia de las autoridades locales. Esta vez los estupefacientes entraron y salieron sin que el aparato de control activara una sola señal de alarma. ¿Por dónde ingresó la droga a la Argentina? ¿Cómo y en qué aeropuerto fue cargada? ¿Desde cuándo funcionaba esa logística? ¿Quién la financió? La Presidenta se formula esas preguntas, pero nadie de su entorno las responde.
Sin embargo, la incógnita más relevante es otra: ¿por qué los Estados que desbarataron la maniobra desistieron de pedir la colaboración argentina? Fue el gobierno español, que se dice amigo de los Kirchner, el que desnudó esa prescindencia. Su vicepresidente, Adolfo Pérez Rubalcaba, reveló que la Guardia Civil le había anticipado que un avión cargado de drogas llegaría desde Buenos Aires. Las sospechas de la diplomacia norteamericana sobre la verdadera vocación del kirchnerismo para combatir el tráfico de drogas, filtradas en WikiLeaks, adquieren ahora otro valor.
La dimensión del contratiempo bloqueó los reflejos pavlovianos del Gobierno. Ya fue imposible echar la culpa a Eduardo Duhalde, el gran maquinador de las novelas kirchneristas. El vuelo de los Juliá revela la existencia de una mafia que excede el folclore de la política local.
Su gravedad aumenta las responsabilidades a los funcionarios. Sobre todo si se contrasta el problema con el instrumental del Gobierno para enfrentarlo. Basta con esta escena de tragicomedia: la policía allanó los domicilios de los presuntos narcotraficantes, cinco días después de que se conociera la noticia, con una camioneta que debió ser empujada porque se quedó sin batería.
¿Cabe esperar que un dispositivo tan precario descubra a los responsables del delito? Tal vez la Presidenta deba conformarse, otra vez, con un chivo expiatorio. La prensa que escribe al dictado del Gobierno lo está configurando: la droga no salió de Ezeiza sino desde la base militar de Morón, y fue transportada por "hijos de altos oficiales de la Aeronáutica". Ya está: la culpable es la Fuerza Aérea. Por supuesto, sería una grave irresponsabilidad descartar que eso sea cierto. Pero hasta ahora lo único evidente es la propensión a individualizar un culpable que se amolde a los supuestos ideológicos del oficialismo.
Son muchos los indicios de que la política de seguridad de Cristina Kirchner está fisurada. Pero el extravío es anterior a los episodios que descubren la fisura. Sólo por una enorme confusión intelectual una Presidenta que se proponga combatir el crimen puede inaugurar su Ministerio de Seguridad escoltada por alguien que, como Hebe de Bonafini, pidió que se exhiban en un museo "los FAL con que luchaban nuestros chicos". Es la misma Presidenta que veló a su esposo en una sala presidida por la imagen de un guerrillero, el Che Guevara, pero que denuncia a los militantes del trotskismo cuando cortan una vía. Esa Presidenta no alcanza a preguntarse si habrá alguna conexión entre su exaltación simbólica de la violencia y la agitación que pretende sofocar.
La idea de agotar la política de seguridad en el saneamiento de las instituciones policiales expresa la misma inconsistencia. Ante la multiplicación de los crímenes, Nilda Garré sólo atina a exonerar más comisarios. Es imposible negar que la Federal debe ser regenerada. Pero si esa tarea se convierte en el mensaje principal, se entenderá que Garré sólo está dispuesta a encontrar delincuentes dentro de la policía.
El experimento replica la gestión bonaerense de Carlos Arslanian, principal inspirador de la ministra. Arslanián también puso su sello en el desembarco de miles de gendarmes en el conurbano, operación que expresa el disgusto del kirchnerismo con la contrarreforma policial que llevó adelante Scioli. Ahora ese sector tiene en la mira a Ricardo Casal, el ministro de Seguridad. Pero Scioli se resiste a entregarlo.
Parece un duelo técnico, pero en él está cifrada la disputa del peronismo por la candidatura presidencial. El apoyo de Scioli a la reelección de la Presidenta es engañoso. Con ese pronunciamiento, el gobernador pretendió evitar que quienes lo visitan en Mar del Plata sean luego sometidos a maltratos en Olivos. También el criterio que eligió para subordinarse tiene un efecto suspensivo: "Ella cuenta con el consenso", dijo Scioli. ¿Y si un día no contara con él?
Scioli cree que la inseguridad puede hundir a la Presidenta en las encuestas. Cree, por lo tanto, que es el único factor capaz de transformarlo a él en candidato del PJ. Por ahora, es escéptico sobre ese desenlace y se resigna a repetir en la provincia.
Hay algo de superficial en esta comprensión de la política. Scioli todavía no se ha preguntado, por ejemplo, si el contrato que firmó hace ocho años con los Kirchner, le permitirá ya no ser presidente, sino sobrevivir como gobernador por un mandato más. Teme por la inseguridad, pero no se pregunta por cuánto tiempo podrá enfrentarla con un gobierno intervenido. Scioli aspira a condicionar la selección del candidato a vicepresidente para que el kirchnerismo no promueva a alguien capaz de hacerle sombra. Pero no contempla negociar con la Presidenta un pacto de poder que incluya la política fiscal y de seguridad. Debería pensar bien: es posible que si se allana a Cristina Kirchner sin antes recuperar la autonomía de su cargo, no esté sólo postergando cuatro años más la Presidencia. Tal vez Scioli esté entregando toda su carrera.

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