sábado, 7 de mayo de 2011

Crónica de un mágico viaje hacia el escondite en el que murió Bin Laden Por Jorge Lanata


El pueblo de Osama. El grafiti apareció ayer en Abbottabad, la ciudad en la que fue descubierto el líder de la red terrorista.

No sé qué hora es. Mi reloj pulsera marca las 6.15 de Buenos Aires, el reloj de pared del bar del tercer piso del aeropuerto de Dubai, la 1.20 de la madrugada y el reloj mundial del iPhone las 2.21 en Islamabad, mi destino.
El televisor de la barra tiene la imagen sin sonido de la CNN: Barack Obama en el Ground Zero, las fotos aún no difundidas del cadáver de Osama bin Laden, una multitud en algún lugar –quizá Lahore– quemando la bandera de Estados Unidos. Especulo con la pequeña mente del periodista: ojalá tarden un día más en difundir las fotos, eso me daría más tiempo para mi cierre de la edición del domingo.
Islamabad es una ciudad hecha por arquitectos, o sea: plazas y avenidas inmensas, y la sensación de que nadie vive allí, fuera del gobierno y las mezquitas. Islamabad vive en el mercado, y en Rawalpindi, la anterior capital del país, una mezcla de Once y La Matanza después de un terremoto.
Allí vi, hace diez años, poco después del atentado contra las Torres Gemelas, posters de Bin Laden en cada negocio. Bin Laden como una especie de Che Guevara local. Me intriga pensar en esas calles ahora, cuando al cadáver del Che Guevara también le cortaron las manos.
En Islamabad no hay gorriones o palomas, sino cuervos que surcan el aire, negros y avizores, y se paran a vigilar sobre la copa de los árboles. Las mujeres tienen prohibido el cine y el manejo de automóviles, y los hombres se pasean de la mano, tomándose del meñique aunque sin otra intención: son amigos, y así caminan. Casi no tienen contacto con mujeres que no sean de su familia, y tardan meses, incluso años, en poder conocer a las mujeres de familias ajenas. Por eso se vuelven torpes en el contacto con el sexo opuesto: frente a una mujer se ríen, bajan la mirada, enrojecen y jamás le dan la mano.
Los hombres mean en la calle, contra la pared, sin prurito alguno y cinco veces al día detienen su marcha para rezar en dirección a La Meca. Escuché muchas veces ese grito, la plegaria, el llamado de atención a Dios. Escucharlo a las cinco de la mañana, en el primer llamado, con la ciudad vacía recortada en el cielo azul tinta, es conmovedor.
A un grito le sucede otro, y otro, y otro más hasta que la ciudad oscura se llena de plegarias. Islamabad vive en una especie de constante estado de sitio, lo que significa que la presencia militar en la calle se convierte en rutina, como también lo es la de los informantes del ISI, el servicio de inteligencia paquistaní, integrado por miles de civiles.
La presencia de Bin Laden aquí nunca fue un secreto: comenzó como un mito, en las cuevas del norte, tierra de nadie cercana a la convulsionada Cachemira. La ruta hacia Peshawar, en el norte del país, está plagada de “madrazas”, las escuelas religiosas donde se forma a los talibanes.
Bin Laden fue descubierto por Jack Bauer en Abbottabad, una ciudad de destacamentos militares, como si se hubiera refugiado en un country cercano a Campo de Mayo. Pakistán se convirtió, desde entonces, en una metáfora de los países árabes en su relación con Occidente: dictaduras fomentadas por Washington con avidez petrolera y doble discurso, entregando zonas liberadas al terrorismo que pretende defender el islam.
El asesinato de Bin Laden, desarmado, y su posterior “desaparición” a la argentina tirando el cadáver al mar quizá no hayan hecho más que empeorar las cosas.
A ésta, que es ninguna hora, el mundo parece no dormir. Está en vela. La ciudad de los cuervos también. Hacia allá me dirijo.


*Desde Dubai, en camino hacia Islamabad.



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