domingo, 12 de junio de 2011

Vandalismo. Por Pepe Eliaschev


Un cepo de acero empobreció lo que debería haber sido un debate trascendente. Melancólicamente aferrados a un tiempo pretérito, se hamacaron entre la mentira y la falsificación. Podría haber sido un instante luminoso, pero sigue siendo una interminable cacofonía de oscuridades, un campeonato de imposturas.
Lo de Bonafini es, desde luego, un pretexto ya vaciado de significados, excepto uno, el más desalentador de todos, el que reitera una apasionada compulsión por degradar todo lo valioso, ese vandalismo existencial tan argentino.
Nada más que eso quedará. Lamentarse, claro, de que “hasta eso” haya sido salpicado por la mugre más banal. Quejas contra el destino, del tipo de “ni siquiera ese valor supimos preservar”, pero no mucho más, siempre en el cuadro general de resignado chapoteo en la chatura más abyecta.
Sin embargo, dos nociones se perfilan, poderosas, al cabo de una nueva bacanal en el hedor de la compra-venta de todo. No parece que se pueda salir, ahora mismo, de un torniquete inexorable. Se forma con dos gruesas vigas de blindada convicción ideológica. A casi 28 años de la terminación del gobierno dirigido por los militares entre 1976 y 1983, las enseñanzas de aquella era parecen haberse empobrecido hasta la desesperanza.
Una noción siniestra y perfectamente mentirosa fue contrapuesta a otra de falsedad insultante. La primera sostiene que los millares de muertos que perdieron la vida a partir de 1976 (de los centenares de asesinados entre 1973 y 1976 casi nadie se acuerda) eran todos combatientes revolucionarios que habían tomado las armas para lograr una patria socialista. La segunda presume que se trató de militantes que sólo querían un mundo mejor y estaban todos consustanciados de los ideales más nobles y humanos. Todos revolucionarios fusil en mano o candorosos corderos trágicamente llevados al degolladero sin haber cometido pecado alguno.
No se ha podido aún solventar este intríngulis tan torvamente fraudulento. Se pretende negar que desde el comienzo de la “lucha armada” en la Argentina, mediados de 1962, numerosos cuadros políticos se propusieron consumar un proceso revolucionario a sangre y fuego. El documental La palabra empeñada, recién estrenado, retrata sin posibilidades de equivocaciones y al margen de las ideas de sus realizadores, la desmesura fenomenal de un grupo de alucinados que deambuló por la selva salteña entre comienzos de 1963 y mediados de 1964, en el gobierno de Arturo Illia. La revolución no la hicieron, pero asesinaron por traidores a dos de sus propios camaradas, los desafortunados Pupi Rotblat y Nardo Groswald. Lo que pasó después fue sólo un aumento de escala pero, en esencia, la locura foquista y mesiánica según la cual “el deber de todo revolucionario es hacer la revolución” (Guevara, 1967) galopó con furia hasta el desenlace trágico, que se terminó de rematar con las matanzas que recién amainaron hacia 1978-1979, una larga década después.
La pretensión insana de que esos millares de seres humanos aniquilados eran todos soldados convencidos de su causa y dispuestos a todo ofende la inteligencia más módica y rasguña la sensibilidad más elemental. Una cifra de ellos, imposible de cuantificar, quedó en el camino por su mera condición de sospechosos, ingenuos, negligentes o negadores de la realidad. El plan criminal aplicado desde marzo de 1976 determinó que montones de inocentes fueran arrasados por el solo hecho de que, estadísticamente, algunos de ellos podrían ser peligrosos para la seguridad nacional. Esta mentira atroz (pretender que todos eran revolucionarios sin mella) no es sólo un agravio a la verdad documental más evidente; este mito deleznable forma parte de una mitificación horrorosa, una reescritura de la historia que sólo se explican desde la mala fe más absoluta, desde la industrialización del oportunismo. Va de la mano de la segunda herramienta del fraude, su versión diametral opuesta, tan falsificadora como la primera.
Los muertos de aquellos años no eran revolucionarios que habían resuelto morir matando o matar muriendo; se pretende que eran incandescentes catequistas que en un país con 4% de desocupación se proponían hacer el bien a la sociedad sacando a los pobres de su desesperanzadas vidas. No secuestraron. No mataron. No recluyeron en cárceles del pueblo a nadie. No asesinaron. No asesinaron a criaturas. Nada de ello sucedió. La terrible represión ilegal que caracterizó la barbarie de los militares en el poder fue un episodio aislado del contexto, una furia asesina que sólo se proponía liquidar de la peor manera a unos jóvenes respetuosos de la vida y de los bienes de sus adversarios.
La primera falsificación (eran todos revolucionarios) triunfó en toda la regla. Los atacantes del regimiento de Formosa, que pretendieron copar a balazos una unidad militar en pleno gobierno peronista (diciembre de 1975), son hoy recordados y homenajeados de igual modo que miles de desaparecidos, muchísimos de los cuales sólo eran familiares y amigos de los buscados por la represión.
El monumento que en Costanera Norte recuerda a los desaparecidos (Parque de la Memoria) equipara a quienes mataron y secuestraron en pleno Estado de derecho con quienes fueron liquidados en dictadura.
La segunda variante (todos los muertos eran criaturas inocentes) viola perversamente hasta el alma de aquel proyecto de revolución, porque les quita a las víctimas su propia identidad como subversivos convencidos, personas absolutamente dispuestas a ejercer la violencia mas frontal en nombre de un proyecto fantasmagórico e inexorablemente totalitario, en tanto y en cuanto partía de una soberbia ideológica sin límites.
Nos quedamos, así, en el peor de los mundos, huérfanos de matices, despojados de la posibilidad de pensar y aprender, atrapados en la obscena utilización del pasado, avergonzados de nuestra ineptitud y desnudos como país ante la evidencia de que las anécdotas que estos días nos atosigan de pequeñez revelan la sombría condición en que parece bascular el país.
fuente: Perfil

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