domingo, 19 de junio de 2011

Progresismo. Por Pepe Eliaschev


Hay algo profundamente desconcertante e indigerible en esa vapuleada franquicia política, que en la Argentina se llama progresismo o, más convencionalmente, centroizquierda. La aparente implosión del convenio electoral forzadamente suscripto por Hermes Binner y Fernando Solanas es apenas un nuevo síntoma de un desarreglo profundo.
Por lo pronto, está el problema de los referentes. Si bien es un vicio profundamente arraigado en todo el cuadro político argentino el personalismo extremo, debería ser frontalmente despreciado en organizaciones que se plantan ante el orden establecido para modificarlo de manera más o menos profunda. Sin embargo, las izquierdas parlamentarias argentinas han sido muy afectadas desde siempre por el grueso peso de las individualidades.
Respetado y prestigioso (http://www.pepeeliaschev.com/impresos/tal-vez-hermes-13900), Binner ocupa un lugar enorme en las decisiones y opciones del Partido Socialista, una entidad política de larga data cuyos alcances son especialmente evidentes en el sur de la provincia de Santa Fe. Solanas siempre alardeó de conducir una construcción participativa dentro de su espacio, pero ¿cuántas personas participaron activamente de su decisión de abandonar la carrera presidencial para largarse, a los 75 años, a la búsqueda de la jefatura de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires?
El segundo ítem llamativo es la definición de progresismo. Es un concepto resbaladizo. Quienes no se definen como progresistas, ¿son –por ende– “reaccionarios”? Pocos valores tan ambiguos como el de progresismo. ¿Es progresista la teocracia fundamentalista de Irán pero, en cambio, es derechista la coalición que gobierna Alemania? ¿El oscuro déspota nicaragüense Daniel Ortega es de vanguardia, mientras que el colombiano Juan Manuel Santos es un troglodita? Además, ¿cuándo el progreso, y lo que con él se asocia, es más virtuoso de lo que se diferencia de él? En este punto, en su veneración por las etiquetas y los estereotipos ideológicos, las izquierdas argentinas relativamente razonables se han empantanado en la reverencia de los protocolos vacíos. Cuando los socialistas (y, para el caso, también la propia Margarita Stolbizer) descubrieron que una intensa luz alumbraba desde esa sumatoria entre ellos y los seguidores de Solanas, ¿sabían que entre ellos había más obstáculos que denominadores comunes? No lo parece, al estar por las evidencias.
Es que, en muchos sentidos, este tipo de fuerzas a las que los medios insisten en denominar de ese modo llaman progresismo, y en él se identifican, a valores y criterios que circulaban con cierto predicamento hace un largo medio siglo, pero cuya latencia actual es por lo menos materia opinable. Es un progresismo cuya fascinación por el Estado se suele desbarrancar en un explícito estatismo cuyos éxitos y alcances no parecen condecirse con las fantasías que sigue despertando. En él se reconocen militantes para quienes, por ejemplo, es “progresista” que Aerolíneas Argentinas sea una empresa estatal subsidiada por el pueblo argentino a un precio exorbitante, aunque no se sabe bien por qué, para qué, ni tampoco en qué país del mundo gobernado por progresistas dicho camino ha sido fecundo.
La adopción del nombre de “frente amplio” para bautizar un acto fundacional que 72 horas después fue desdeñado por Solanas, define, además, un típico caso de apresuramiento publicitario poco vinculado con la construcción política sólida y, por tanto, verdadera. La “marca” Frente Amplio es uruguaya y define a una paciente, muy serena y –sobre todo– paulatina evolución.
Fundado hace más de 40 años, el FA uruguayo fue primero un esquema de izquierda tradicional (comunistas y socialistas) al que se plegaron fracciones blancas, coloradas y socialcristianas disgustadas con sus viejos partidos. Tras la dictadura de 1973 a 1985, los Tupamaros se sumaron al Frente. Antes de que el socialista sui géneris Tabaré Vázquez llegara a la presidencia de Uruguay, fue intendente de Montevideo por dos mandatos consecutivos. El FA asume el gobierno en 2005, treinta y cuatro años después de haber nacido. Jamás apuró un veloz “armado” electoral, como se estila en la Argentina. Perseveró en un espeso y sutil entramado de partidos y fuerzas diversas con un minucioso esquema de conducción colectiva. Nada menos “amplio” que el improvisado criterio de meter cuatro o cinco dirigentes en una habitación y sacar de allí un frente claramente prematuro y sin raíces en la práctica política real.
Pero los problemas de la izquierda progresista son previos a este traspié doloroso que implica el brusco desencuentro con el que debutaron Binner y Stolbizer con Solanas. Los mismos dilemas irresueltos se advierten en el desenlace melancólico que han tenido los esfuerzos de Martín Sabbatella por armar un sendero autónomo del Gobierno, pero dentro de una complicada idea de acuerdos estratégicos e independencias. Los bonaerenses que imaginaban al sabbatellismo como un kirchnerismo virtuoso terminarán votando candidatos atornillados en las listas del Partido Justicialista y bajo la conducción de Daniel Scioli. No es sorprendente: en las elecciones de marzo de 1973, el Partido Comunista se diferenció de la izquierda peronista con la fórmula Alende-Sueldo, pero en 1983, ya resueltos a ir a todo trance dentro de un peronismo que proclamaba su negativa a juzgar a la dictadura, endosaron el binomio Luder-Bittel en el país y la candidatura de Herminio Iglesias en la provincia de Buenos Aires.
Los socialistas se han metido ahora en un muy serio galimatías con su infatuación por la retórica de Solanas. Ellos y el país, ¿no habrían ganado quedándose cerca de radicales y peronistas federales en la configuración de una alianza que ofreciera opción verdadera al continuismo K? Lo de Sabbatella, en cambio, es insólito: ¿cómo dar cuenta de tanto esfuerzo de diferenciación, para terminar comiendo de la mano de Carlos Zannini?
Fuente: Perfil

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