La tragedia de Tucson debería ser aleccionadora. No sólo para los Estados Unidos. Lo que allí sucedió pone sobre el tapete, una vez más, la necesidad de reconsiderar la relación entre las palabras y los hechos.
En los regímenes dogmáticos, el sentido de las palabras está congelado. En las democracias, ese sentido está sujeto a revisión periódica. Ello permite disidencia y debate. E impone la necesidad de ser persuasivos. En las democracias, no se convoca a la obediencia, sino al ejercicio de la convicción. Cuando ello no ocurre, cuando las palabras se vuelven portadoras de contenidos indiscutibles, la democracia tambalea. Y mucho cuando esa rigidez se traduce en hostilidad hacia quienes no se subordinan a los planteos dogmáticos.
Quienes presumen que entre las palabras y los hechos hay una distancia abismal ignoran o pretenden ignorar hasta qué punto los hombres están hechos de palabras. El episodio de Arizona podría haber pasado por una de esas tragedias con que las expresiones extremas de la patología individual sacuden a Estados Unidos. Lo que aconseja no entenderlo así es que ese crimen está enmarcado en un momento de intensa violencia verbal en la vida política de ese país. ¿Hasta qué punto lo sucedido no ha sido alentado por esa retórica que llama al antagonismo sin cuartel y que hoy contamina la expresión de tantos dirigentes políticos? No pretendo con esto establecer intransigentes relaciones causales. Sí advertir la interdependencia que hay entre las palabras que dicta el desprecio y los hechos que en ellas se inspiran.
La violencia verbal suele ser el preámbulo de la violencia física. Lo prueba el desarrollo de cualquiera de los totalitarismos conocidos. Una de las características sobresalientes de esa violencia verbal, en el orden político, es la concepción del adversario como enemigo. Las dirigencias intolerantes, las ideologías a las que repugna el espíritu crítico, están preñadas de imágenes agresivas y alientan, en las sociedades donde actúan, un creciente sentimiento de fragmentación cuyo eje es la distinción entre réprobos y elegidos. Donde esto ocurre prospera la intolerancia y abunda la sospecha que cae sobre todo aquel que se atreve a disentir. Es allí donde queda despejado el terreno para concebir la violencia física como complemento de una fe justiciera.
Palabra democráticaEn un mundo signado como el actual por la multiplicación de los medios de comunicación, la incidencia de las palabras en la formación de la opinión pública es más profunda que nunca. Si su contenido está cargado de hostilidad, si la descalificación del adversario gotea incansablemente sobre la sensibilidad de oyentes, cibernautas, lectores y televidentes, muchos serán los enardecidos que quieran terminar, de una vez por todas, con el mal que se pregona.
Nada más lejos de semejante extremismo que la auténtica palabra democrática. En ella, la disidencia, la severidad de la discrepancia no bordearán jamás la orilla del desprecio. La palabra democrática lo es en la medida en que busca ser equidistante de los extremos. Y eso no va jamás en desmedro de su firmeza. En cambio, cuando la disidencia se convierte en intolerancia, arranca el ejercicio de la política al campo del intercambio imprescindible. Con ello, la acción de los hombres es devuelta al terreno del primitivismo. Y en él no hay otra ley que la de la fuerza bruta ni otra brújula que la pasión desenfrenada.
La lección de Tucson es clara. Quien concibe a sus opositores legítimos como seres despreciables y peligrosos por las ideas que defienden, se aparta del escenario democrático. El dogmatismo exige, para sobrevivir, la condena de toda diferencia.
El rédito político de la palabra beligerante radica en que sus simplificaciones cautivan a muchos. Bien lo saben los líderes que se postulan como iluminados. Bien lo saben quienes están dispuestos a dar sus vidas por esos liderazgos, en los que delegan la responsabilidad de entender y pensar. Lo sucedido en Arizona insiste en interrogarnos. En la Argentina contemporánea, estamos lejos de ver afianzado el diálogo entre oficialistas y opositores. Ese ámbito lo ocupa entre nosotros el monólogo; ese monólogo que suele desbarrancarse hacia la descalificación recíproca.
No puede sorprender esta pérdida de conciencia del valor dialógico de las palabras. La nuestra es una cultura de escasa sensibilidad hacia la reflexión. La pobreza conceptual del presente ha convertido a buena parte de la dirigencia democrática en vocera de un simplismo aterrador. El miedo al pensamiento arrastra a la simplificación extrema de los significados, el suelo donde irrumpe, tarde o temprano, la violencia verbal.
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