Indec: otra broma de mal gusto
La manipulación de las estadísticas oficiales alimenta la inseguridad jurídica y la desconfianza en el propio Estado.
De acuerdo con lo informado por el devaluado Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), la inflación a lo largo de 2010 en la Argentina fue del 10,9 por ciento, una cifra inferior a la mitad que la registrada por numerosas consultoras privadas y que constituye, a los ojos de cualquier ciudadano con un mínimo de sentido común, una broma de mal gusto.
Los alimentos, la salud, la educación y los alquileres fueron los rubros más subestimados por el Indec, cuyos informes no sólo resultan engañosos a la hora de medir el aumento del costo de vida, sino también los niveles de pobreza e indigencia, basados en el costo de la canasta familiar.
Para el organismo oficial, que ha ido perdiendo cada vez más credibilidad desde su intervención, en 2007, la suba en el precio de los alimentos el año último fue del 14,7 por ciento. Estudios privados, sin embargo, dan cuenta de un aumento entre el 35 y el 42 por ciento. Una de las consultoras, a cargo del economista Carlos Melconian, detalla que el precio del pan experimentó un incremento del 30 por ciento, en tanto que los lácteos subieron el 35 por ciento y la carne, el 90 por ciento.
Los alquileres de viviendas también sufrieron un aumento real muy superior al identificado por el Indec. Mientras para el organismo estatal el incremento fue de tan sólo el 5,6 por ciento, los economistas del sector privado lo estiman en el 15 por ciento, en promedio.
Las subas de alimentos y alquileres confirman que, lejos de las insólitas apreciaciones del ministro de Economía, Amado Boudou, en el sentido de que la inflación sólo alcanza a unos pocos sectores de clase alta, este problema está afectando fundamentalmente a los segmentos más pobres de la población.
A la hora de medir la pobreza, la tomadura de pelo del Indec también queda en evidencia. De acuerdo con las estadísticas oficiales, hay en el país unos 4.800.000 pobres, cifra equivalente al 12 por ciento de la población. Los cálculos de institutos universitarios y consultoras privadas hacen ascender ese porcentaje a alrededor del doble.
La enorme diferencia tiene su explicación: el Indec mide la línea de pobreza en función de los precios de una canasta básica totalmente manipulada. Según el organismo oficial, esta canasta de alimentos básicos para un matrimonio con dos hijos asciende a 1165 pesos, tomando junio de 2010.
No hace falta mucho más que sentido común para advertir que ninguna familia tipo puede adquirir con esa suma mensual los productos alimenticios básicos para su subsistencia. Para consultoras privadas, como FIEL, la canasta básica para junio último era de 1902,70 pesos, lo cual lleva a estimar un nivel de pobreza del 23,3 por ciento de la población; esto es, el doble de la medida por el Indec.
Cabe aclarar que si las cifras de pobreza del Indec fueran verídicas la Argentina podría exhibir una tasa de pobres inferior a la de la Unión Europea. La desconfianza en las estadísticas oficiales no sólo alcanza a inversores y a la población en general, sino también a los propios encuestadores del sector privado contratados por el Gobierno. Tal es el caso de Artemio López, cuya consultora Equis estimó la pobreza en torno del 22,3 por ciento.
La realidad, entonces, es que existen en la Argentina muchos más pobres e indigentes que los señalados por el Indec.
Esta distorsión es alimentada desde lo más alto del Poder Ejecutivo con el fin de hacerle creer a la sociedad que vivimos en un país mucho mejor y, en lo que respecta a los índices de inflación, que el Estado pague menos a los tenedores de títulos públicos ajustables por un coeficiente basado en la variación del costo de vida.
La manipulación de las estadísticas oficiales no sólo es de particular gravedad porque dificulta la elaboración de diagnósticos sociales y de políticas públicas para mitigar la situación de quienes sufren las mayores necesidades. También lo es porque alimenta la incertidumbre a la hora de pactar aumentos salariales entre trabajadores y empresarios y, fundamentalmente, desalienta las inversiones, a partir de la percepción de una menor seguridad jurídica y una gran desconfianza en el propio Estado.
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