viernes, 6 de mayo de 2011

Surge un factor clave en las elecciones presidenciales. Por Fernando Laborda


La vacante que dejará en horas más Mauricio Macri en el orden nacional, cuando anuncie formalmente que buscará ser reelegido jefe de gobierno porteño, obligará a los principales competidores por la presidencia de la Nación a seducir a un electorado por el cual quizá no esperaban luchar.
Habrá quienes identificarán a ese segmento particular de la población con la llamada derecha, pese a que José Ortega y Gasset afirmaba que "ser de izquierdas, como ser de derechas, es una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil".
En rigor, ese electorado es lo contrario del progresista, si por esto entendemos la fascinación por un Estado intervencionista que se preocupa por meter directores en las empresas privadas, por controlar los precios con un garrote o por aumentar la presión impositiva.
Se trata de un electorado cuyo epicentro se ubica en los grandes centros urbanos, pero en el que también se mezcla un buen porcentaje de productores rurales cansados de que los gobiernos pretendan ser sus socios en las ganancias y no en las pérdidas. Es un segmento de electores que rechazan los métodos clientelistas como las extorsiones de cierto sindicalismo. Está formado por el típico ciudadano que quiere llegar a su trabajo sin los obstáculos que habitualmente le provocan los piquetes y ansía regresar a su casa sin que lo asalten en el camino.
Dos problemas desvelan a ese electorado: la inseguridad y la inflación. Dos cuestiones a las que no son ajenas nuestra baja calidad institucional y nuestra fuerte carencia de seguridad jurídica.
Cualquiera de los potenciales competidores en la carrera hacia la Casa Rosada sabe la importancia de dar señales claras a ese segmento de la ciudadanía. Y por eso no parece casual que Ricardo Alfonsín haya advertido la necesidad de sumar a Francisco de Narváez en la provincia de Buenos Aires. Tampoco es una casualidad que Cristina Kirchner haya optado en los últimos días por un mensaje de cierta moderación.
El giro de la Presidenta comenzó a insinuarse con claridad desde marzo, cuando descolocó a quienes abogaron por la posibilidad de una "reelección eterna", al tiempo que mencionó la existencia de una falsa dicotomía entre garantismo y mano dura. Más tarde, puso fin a la campaña dirigida a evitar que Mario Vargas Llosa disertara en la Feria del Libro. Y, más recientemente, convocó al sindicalismo a evitar los paros salvajes y a moderar las protestas por demandas salariales. Enfatizó que "la conflictividad no puede arruinarnos el modelo" y dejó en el recuerdo una frase que debió molestar a algunos jerarcas gremiales: "Quiero ser compañera de los sindicalistas, pero no cómplice".
Con buenas razones, podrá esgrimirse que este giro presidencial suena como una gran simulación después de todos los premios que el gobierno kirchnerista le dio a Hugo Moyano, al punto de convertirlo en una especie de monstruo fuera del control de su mentor.
Las mismas dudas genera la reflotada convocatoria al diálogo social, una alternativa que, como afirma el especialista Adrián Goldin, requiere para ser efectiva un Estado que no pretenda colonizar los gremios ni sea colonizado por ellos, un empresariado que no intimide ni sea intimidable y un sindicalismo independiente. Casi una utopía en la Argentina.
fuente: La Nación

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