miércoles, 18 de mayo de 2011

Populismo o democracia. Por José Enrique Miguens


Mucho me temo que, arrastrados por viejos hábitos y por la inercia de nuestra clase política, estemos enfocando mal lo que en verdad se plantea en las próximas y decisivas elecciones nacionales.
Tengo la impresión de que los partidos de la llamada "oposición" están encarando esta lucha electoral en términos que eran tradicionales hace 15 o 20 años. En ese entonces se veían las elecciones como una oportunidad para exponer públicamente, ante los ciudadanos, los aspectos centrales de la gestión del gobierno de turno, señalando sus fallas y presentando -cada partido opositor- un "programa" con medidas para corregirlas, a fin de que la ciudadanía optara por uno de ellos.
En esta anticuada tesitura, los partidos opositores se presentan hoy ante el electorado criticando la inflación, los apoderamientos de las reservas del Banco Central y del sistema jubilatorio, el desprecio del Gobierno por las instituciones y las leyes de la República, la difundida y evidente corrupción de los funcionarios y su asociación con compinches en empresas favorecidas. Como cualquiera puede comprobarlo, estas acusaciones, aunque ciertas, no provocan entusiasmos masivos, y mucho menos entre los jóvenes.
El fundamento político de esta equivocada actuación electoral radica en considerar a este Gobierno y a los grupos que lo apoyan un partido político más, con sus aciertos y sus errores. Lo declaró el año pasado un candidato opositor: "Aquí no hay grandes problemas; solamente algunos errores que deben corregirse".
Me parece conveniente que los partidos de la oposición y la ciudadanía en general tengan presente que el Gobierno ha mostrado, en sus actuaciones, características propias que no ayudan precisamente a calificarlo como democrático y a considerarlo intérprete de un partido político.
A juzgar por sus actos, comprobamos que para el núcleo del oficialismo la democracia se reduce a la votación, en la cual una mayoría circunstancial entroniza un gobierno que posteriormente puede hacer lo que quiera, sin límite alguno y sin rendir cuentas a nadie; es decir, el sistema político que el sociólogo Max Weber definió apropiadamente como "democracia cesarista", de tipo imperial. Este sistema, de modo lógico y coherente, torna inaceptable consultar a los demás acerca de las decisiones políticas que afectan a todos, y lleva a los gobernantes y a su grupo a pretender perpetuarse en el poder.
Evidentemente, ésta no es la democracia participativa y respetuosa de la dignidad humana de todos los ciudadanos, que es lo que hoy se está reclamando en todo el mundo. Tampoco llevan a una democracia respetuosa las tentativas de perpetuidad de los gobernantes. Como bien dice Aristóteles en el Libro III de su Política : "Lo único que justifica gobernar a hombres libres e iguales es que cada uno gobierne por turno". Cuando los gobernantes se perpetúan en el poder -nos dice- los ciudadanos dejan de serlo y se convierten en súbditos. Ya no estamos dentro de una legitimación democrática, sino en una dictadura oligárquica que se impone a la gente mediante algún sistema de dominación y de manipulación.
Nos había alertado proféticamente sobre esto Simone Weil cuando escribió, en 1947: "No es la religión, sino la revolución el opio del pueblo". Los movimientos actuales hacia la plena democracia le están dando la razón.
Nuestro gobierno actual, por declaraciones de sus funcionarios y manifestaciones de sus partidarios, se ha caracterizado a sí mismo como un gobierno revolucionario. Esto, como el mundo civilizado lo captó ya a fines del siglo pasado, significa el control del poder por un grupo de "iluminados" que se consideran los exclusivos depositarios de la verdad y de la justicia, convocados para imponerla a todos los que piensan distinto, rebajando su dignidad de personas con calificativos denigratorios y hasta considerándolos y tratándolos como "enemigos" que hay que acallar y neutralizar, y como los culpables de todos los males del país. Aunque esto se pretenda disimular por razones electorales, cualquiera que observe sin prejuicios la realidad puede darse cuenta de que éste es el modo de gobernar que se está votando en las próximas elecciones para perpetuarlo.
En sistemas como el descripto no puede hablarse de democracia ni de respeto a la dignidad de todas las personas. Sin embargo, este sistema todavía subsiste en países como Venezuela, Nicaragua y aparentemente en la Argentina, porque Cuba está haciendo desesperados esfuerzos para dejarlo atrás, ante su evidente fracaso después de 50 años de aplicación.
La historia ya cerró el ciclo cultural o la era de los decenios 60 y 70, del mal llamado "setentismo". Como ocurre siempre en la cultura, ésta ya incorporó los aportes creativos enriquecedores que trajo el espíritu de la época y dejó de lado desdeñosamente sus aspectos negativos y destructores de las sociedades, como el terrorismo y la prepotencia como método en la política. En cualquier país civilizado se ve hoy a la sociedad civil como colaboradora y equilibradora de los poderes políticos y económicos, y no como generadora de antagonismos y de opresión de unos grupos sobre los otros; esto último la tornaría inoperante para afrontar los problemas específicos de la gente, que sólo pueden solucionarse en sociedades unidas en el esfuerzo común y donde reina la concordia entre sus miembros.
Hoy, los reformistas, los que quieren corregir los problemas concretos, ya no son vistos como "los enemigos más peligrosos y más sutiles, porque rechazan cerradamente en los hechos la justa y necesaria violencia revolucionaria", como decía en aquella época la famosa Declaración Conjunta, firmada por los ejércitos revolucionarios de Uruguay, Chile, Bolivia y la Argentina, titulada "A los pueblos de América".
Por eso resulta, más que anacrónico, patético el esfuerzo del Gobierno y de sus intelectuales por el empleo del Estado para resucitar este cadáver de hace ya medio siglo y tratar de inculcarlo a los jóvenes que ignoran todo esto por la pésima educación que han recibido.
Parece ser un buen paso adelante, en esta necesaria clarificación de los términos en los que se plantean las próximas elecciones nacionales, la reciente declaración conjunta del 2 de abril pasado de la mayoría de los partidos y candidatos no oficialistas, titulada "El deber de cuidar la democracia". Allí se dice que los firmantes se comprometen "a convivir en el respeto, la aceptación de la diferencia, la tolerancia democrática, la amistad cívica y el cumplimiento irrestricto de las garantías públicas y privadas que están expresadas en nuestra Constitución Nacional. Cuidar la democracia es el imperativo de esta hora y lo vamos a hacer".
Quedaría todavía dar un paso más para actualizarse y ponerse a tono con una mirada más renovada hacia la política y los movimientos políticos. En el mundo entero está surgiendo una desconfianza de los pueblos con sus gobiernos y con sus dirigentes políticos. En todos lados, el pueblo quiere tener mayor intervención en las decisiones de sus gobernantes que les afectan. El viejo concepto de democracia representativa en el que el pueblo delegaba en los políticos sus atribuciones está dando lugar al reconocimiento de la intervención activa de la llamada sociedad civil en una "democracia participativa", dentro de un "Estado de Derecho" para todos, sin excepción de nadie.
La revista científica británica Journal of Civil Society dice, en su número de mayo de 2005, que "ésta es la más significativa innovación conceptual de las ciencias sociales en los años recientes". Y la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard forjó el término de governance para describir cómo se gobierna ahora con la participación real y no declamatoria de la sociedad civil y de sus asociaciones libres no gubernamentales, más la cantidad cada vez mayor de personas que quieren mantener su dignidad y no aceptan ser manipuladas ni sobornadas. El partido político que levante esta bandera y prometa llevarla a cabo triunfará, porque está en el sentido de la historia y dentro de la cultura política del mundo actual.
Los ciudadanos argentinos tenemos el derecho de reclamar a todos los agentes políticos que en las próximas elecciones no nos distraigan con asuntos menores, riñas de gallinero, palabrerío ideológico y propaganda, sino que nos presenten los dilemas fundamentales que afectarán nuestra convivencia social por muchos años y las alternativas que proponen a esto, que son sólo dos, para que libremente decidamos cuál es la que preferimos.
¿Queremos un gobierno y una sociedad autoritarios que prescindan de nosotros y nos lleven por delante imponiéndonos sus soluciones o queremos un gobierno y una sociedad civil democráticos, donde nuestros problemas, que son de todos, se resuelvan entre todos?
¿Queremos una Patria grande con una convivencia que incluya a todos sus miembros en amistad cívica y con respeto mutuo o un país elitista, excluyente y resentido, cerrado sobre sí mismo, que manipula a los demás mediante la excitación de odios y enfrentamientos?
Este es el debate fundamental que debe plantearse explícitamente en las próximas elecciones nacionales y sobre el que tenemos la obligación de tomar partido, porque se trata del destino de nuestra Nación. Todo lo demás es secundario.
Que cada uno vote, en conciencia, la que le parezca mejor de estas dos alternativas.
© La Nacion
El autor es abogado y sociólogo. Escribió, entre otros libros, Política sin pueblo

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