Nunca, desde los días de Alfonsín, la Corte Suprema de Justicia fue objeto de una expectativa social como la que hoy recae sobre ella. Nunca, desde aquel entonces, la conciencia social de su significación republicana ha sido tan alta, tan apremiante, tan requerida. No es para menos. La democracia argentina se encuentra, por obra del Gobierno, en el linde de su dignidad. Unos pocos pasos más y la República se habrá disuelto en las imposiciones de un nuevo despotismo . Nuevo no porque el sectarismo pretenda avasallar la ley, sino porque, mediante ese avasallamiento, irrumpirá algo hasta ahora inédito: de la ley habrán sabido valerse quienes la desprecian para consumar, abusando de ella, sus propósitos anticonstitucionales. Así se convalidará la reducción de nuestra Carta fundacional a una cáscara vacía. Será nombrada, será enarbolada, pero ya no será la que debió ser. Lo ha dicho bien Joaquín Morales Solá: el Gobierno "decidió agredir a la democracia con las herramientas de la democracia". ¿Cómo negar que se trata de una innovación tan ingeniosa como perversa, en el orden de las prácticas autoritarias?
¿Qué ha debido suceder para que se llegara hasta aquí? ¿Cómo se ha podido convertir la esperanzada transición de la dictadura militar a la recuperación democrática en este tenebroso pasaje al vandalismo creciente de un gobierno constitucional que aspira a sepultar las mismas leyes que le dieron legitimidad? Hay respuestas a estas preguntas. Disponen de ellas, en buena medida y entre otros hombres, Natalio Botana y Luis Alberto Romero. Y habrá que ir en busca de esas respuestas en el momento que corresponda. Hoy son otras las preguntas que apremian. Entre ellas, ésta: ¿procederá la Corte, cuando le quepa actuar, como lo requiere la defensa del orden constitucional todavía vigente? Si ella salva su independencia de criterio, salvará a la República. Salvará los principios que la hacen posible. Salvará su eventual e indispensable reconstrucción. Ésa es la expectativa de muchos. Pero ¿cuál es la realidad de todos?
La perversión del orden constitucional a la que estamos asistiendo aspira a coronar su despliegue con la desarticulación del papel actual de la Corte Suprema. ¿Será preciso aclarar, frente a este panorama, que reivindicar el valor de la República no significa despreciar los derechos de las mayorías, como pretende la demagogia populista? De lo que sí se trata es de oponerse a la reducción del orden democrático al reconocimiento exclusivo y excluyente de esos derechos. La Justicia es, aún hoy y entre tantas otras cosas, un poder contramayoritario. Eso no significa un poder alzado contra las mayorías. Un poder contramayoritario, como lo precisó la jueza Highton de Nolasco, no es un poder antidemocrático. Es un poder antitotalitario. No niega los derechos de las mayorías, sino que los inscribe en un marco más amplio que el conformado sólo por ellos. Más amplio y más determinante: el de la República.
Basta oír, por lo demás, lo que se dice para ver lo que sucede. Lear lo supo enunciar como nadie: "Un hombre puede ver sin ojos cómo va el mundo. Mirad con vuestros oídos". Lo hacemos. Somos, con notable intensidad en estos meses, una sociedad que escucha y se hace oír. El porvenir se nos juega en el lenguaje. En el significado que se atribuye a las palabras. En las palabras que se oyen y en lo que con ellas se quiere acallar. Si la Justicia se sometiese al poder político, todos nosotros terminaríamos al servicio de un amo y ya no de la ley. Una nueva servidumbre se habrá perfilado entonces. Sus filas estarán integradas por quienes hasta ayer nos considerábamos ciudadanos.
El desenfreno no se detiene ante nada. No perdona a nadie. Ni siquiera a quienes lo promueven. Son días implacables. El Gobierno ya no disimula el efecto, en su propio cuerpo, de las desmesuras que practica. La expectativa social es abrumadora. Nadie sabe aún qué ocurrirá. Se suceden las denuncias. El conventillo parlamentario ha reemplazado hace mucho a la acción legislativa. Bajo el impacto de delitos desenmascarados por el periodismo, la vida cotidiana de los argentinos se ha convertido en un tembladeral. Nadie sabe qué puede depararle el día siguiente. La inseguridad ha ensanchado sus dominios. Se extiende ahora sobre la liturgia democrática, que, hasta ayer, parecía a salvo de toda duda sobre su función estabilizadora. Detrás de la normalidad aparente que implica la venidera realización de elecciones legislativas, la Argentina se apresta a poner en juego su permanencia o exclusión del sistema republicano. La tensión que nos agobia es la de una metamorfosis siniestra y extenuante. La reducción de nuestra realidad social a los imperativos de la disputa política ha desfigurado el rostro y la médula de la Nación. Al igual que nuestro ministro de Economía, nadie en el Gobierno se muestra decidido a hacerse cargo de lo que realmente pasa. No estamos a la deriva porque nos falte timonel. Estamos a la deriva porque el timonel se empecina en orientar la nave hacia donde sólo puede encallar. Los ojos de Medusa no se cansan de buscar enemigos para petrificarlos. No advierte, no quiere advertir, que es ella misma quien genera la adversidad que la consume en el odio. No hay Sófocles que alcance para hacerle entender que ir por todo equivaldrá, finalmente, a terminar en la nada.
Mientras tanto, la suma del poder público está a punto de caer en una única mano. Con ello, la Argentina volverá al pasado. Un pasado que, al parecer, no alecciona. En 1857, en Londres y en un encuentro amigable, Rosas le aseguraba a Alberdi que su modo de concebir el país ya no tenía porvenir en la Argentina. Se equivocaba. Ignoraba que alguien, a principios del siglo XXI, volvería a afirmar que hay una forma única de disciplinar la Nación y es haciendo equivaler la ley a su persona. Curioso: Francisco sólo se quiere obispo de Roma. Cristina Fernández se quiere Roma.
FUENTE: LA NACIÓN
No advierte, no quiere advertir, que es ella misma quien genera la adversidad que la consume en el odio. No hay Sófocles que alcance para hacerle entender que ir por todo equivaldrá, finalmente, a terminar en la nada.
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