De repente, en una tarde de cuarenta grados, estalla de nuevo la barbarie. Alguien, veinte o treinta subsindicalistas cortan las vías que llevarán a miles de personas al alivio de sus casas suburbanas, al beso de los hijos, al cantero que alguien regará a la nochecita. Llamas, gritería. Arde Constitución otra vez, saquean negocios, violentan las boleterías. No alcanzan a quemar vagones.
Algún mobilero repite que en la Argentina no se “judicializa” la protesta, pero todos los días aparece alguien que violenta la Constitución y las leyes. Argentina creó una nueva visión del desorden y las penas. Los policías van a cartuchera vacía, no vaya a ser que hieran a alguien que hiere, quema o roba. El que quiere ver a sus hijos, regar el cantero y tomar una copa de vino no sabe cómo comunicar el retardo a los suyos: despedazaron los teléfonos públicos. Ojalá pueda llegar a medianoche… Si el otro no existe, todo está permitido. La protesta que no se puede judicializar va inexorablemente en contra del que quiere estudiar y encuentra el colegio tomado, del que pierde la cita con el dentista, de la madre angustiada que empieza a ver que no llega a tiempo para retirar a la hija en la puerta de la escuela.
La estupidez argentina creó un infierno horizontal. Lo que debería ser expresión legalmente amparada se transforma en agresión contra los otros. Ni el Gobierno ni los políticos se dan por aludidos. Todos callan. Se ha ido creando una contraconstitucionalidad fragante.
Y los policías arracimados, como ganado de anca a la tormenta. Altos oficiales, de traje, van y vienen, susurrando órdenes de pasividad ante la evidencia y huyendo de los mobileros. Vuelan trozos de maderas encendidas, alguien rompe baldosas. Los bienes son del Estado; el tiempo perdido es de los pobres que pretenden ir del trabajo a la casa. El silencio de los jueces, del Gobierno y de los pobres políticos, enmudecidos de cobardía. Incapaces de acercarse al tema del desorden que pagan los humildes.
¿Cómo es en realidad nuestra Argentina? Hay una contradicción patológica entre nuestra voluntad de progreso y de ser el país que alcanzó la más alta calidad de vida de nuestra América, y este extraño pacto de autodestrucción en tiempos de extraordinarias perspectivas económicas para nuestras producciones y capacidades. Vivimos un tiempo tal que un susurro no dócil en una votación pasa a ser un liderazgo presidencial. Un velorio logrado origina un renacimiento inesperado…
Somos desparejos e inconsecuentes. Asombramos al mundo y nos asombramos. Creamos en décadas una clase media admirable, sostenida por el esquema educativo sarmientino. Y periódicamente cedemos a la barbarie como el chico que después de haber construido en la playa laboriosamente un castillo de arena, de repente se aleja, toma carrera y lo pisotea.
Es difícil situar y definir nuestra enfermedad profunda. La violencia innecesaria, la rabia del que pega un tiro en la cabeza, delante de los hijos, al que ya le entregó el auto. ¿Qué pasa aquí? ¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Somos un país cedido, entregado?
A todo esto el disimulo, el silencio, la ineptitud del político que calla porque no quiere evidenciar ese desánimo profundo, existencial, de un país que sabe que tiene entre manos la posibilidad de un paraíso y se conforma a soportar un infierno cotidiano de insolidaridad, de agresión, de idiotez e inequidad. Nos estamos transformando en un país triste, desagradable. Añoramos la vigencia de la ley como una infancia feliz y perdida, como si nos faltase una Constitución.
Silencio de jueces, atonía de fiscales, policías inmovilizados, como si la defensa de la vida y la propiedad del inocente fuese una ocurrencia disparatada, una antesala del crimen. La ministra de Seguridad se contradice: denuncia la creación de grupos de choque, pero insiste en las cartucheras vacías. Y busca aprovechar, sin que nadie le crea, que las dos mayores figuras electorales, por ahora, Duhalde y Macri, los alientan. Tiene harta experiencia personal para reconocer los ejercicios de subversión callejera de muchos sectores nada democráticos.
El mundo al revés, el país que pudiéndolo todo se entrega atado a la corriente. Los políticos se nos presentan como futuros administradores más o menos correctos y probablemente honrados. Pero lo que necesitamos es una conciencia y convocatoria profundas para ser el país que hemos sido y podemos ser. No se trata de seguir en la mediocridad sino de renacer.
Pasada la medianoche, aquel alguien que iba a regar el cantero llegó por fin. Alguien, pero que era medio millón de humillados.
Por Abel Posse
Escritor y diplomático.
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