Ibamos a comenzar esta nota tratando de explicar -con amarga ironía- que cuando nuestra Constitución habla de "todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino" no está llamando a apoderarse gratuitamente del suelo argentino. Ahora deberíamos intentar decirlo seriamente; primero, porque los hechos de Villa Soldati son en sí mismos una tragedia; segundo, porque al comentarlos no han faltado quienes dieron a nuestra Carta Magna aquella disparatada interpretación.
La inteligencia argentina, de la que tanto nos hemos vanagloriado, retrocedió hasta extraviar el más elemental sentido común. ¿Por qué? Justamente, a causa de la vanagloria; es decir, de la gloria vana.
Si hemos creído en nuestras propias fábulas, ello ocurrió en la medida en la que olvidamos las clásicas, como esa de Samaniego sobre el zorro y el cuervo. Mientras este pajarraco comía un pedazo de queso sobre la rama de un árbol, el zorro comenzó a elogiar primero su belleza y después su gorjeo, hasta que lo incitó a cantar. Cuando el cuervo abrió el pico dejó caer su comida para beneficio del zorro, que se alejó diciéndole: "Señor bobo, sin otro alimento, quedáis con alabanzas tan hinchado y repleto, digerid las lisonjas mientras yo como el queso."
La inteligencia se perdió en la Argentina porque nadie quiere decir lo que es políticamente incorrecto. Y como lo políticamente correcto está aquí cada vez más alejado del sentido común, la oligofrenia llega a límites insospechados y amenaza con avanzar hasta que no queden ni rastros de nuestra personalidad.
¿En qué país, que no conociera la realidad argentina, podríamos contar que, mientras estábamos -y estamos- tratando de salir de una de las peores crisis económicas de nuestra historia, nos proclamamos obligados a ser proveedores gratuitos de tierra, viviendas, servicios de salud, educación y seguros de desempleo de todos los extranjeros que lo deseen, sin límite alguno? ¿Y si a eso agregáramos que, cuando los beneficiarios no están satisfechos de lo que les regalamos gracias a nuestro esfuerzo laboral, nos hacen la vida difícil cortándonos calles y rutas, de modo de que se alargue nuestra jornada? ¿Podríamos acaso revelar, sin avergonzarnos, que permitimos que quienes ocupan tierras clandestinamente arrojen piedras y palos para repeler a los vecinos legítimos? ¿Y si además dijéramos que las autoridades anuncian a quienes quieran escucharlas que nada harán -y eso sí que lo cumplen- contra quienes ocupen el espacio público, aunque perjudiquen a quienes trabajan y pagan? ¿Y si finalmente ofreciéramos una idea del azote que los trabajadores sufren diariamente a manos de la delincuencia?
Cuando se encienden las cámaras y se abren los micrófonos, el cuervo abre su boca para decir siempre lo que se espera de él o lo que él cree que se espera; únicamente aquello que le muestra como un ave progresista. Nadie le cree, pero poco importa, porque nadie abrirá la boca para criticarle por eso. En todo caso, alguien le criticará por no ser suficientemente progresista y así la frontera de la oligofrenia se correrá un metro más.
Los límites del lenguaje permitido se estrechan día a día. En una sociedad cada vez más gramsciana, la batalla se da en el lenguaje, antes que en el territorio.
El Código Penal emplea el verbo "reprimir" 210 veces, incluyendo un artículo que penaliza al funcionario público que se niegue a reprimir el delito. Pero el vocabulario de lo políticamente correcto no distingue entre represión legal e ilegal. Todas son malas, aunque las mande una ley. La represión se identifica deliberadamente con la muerte; no hay término medio ni conviene que lo haya. Apoyados en la palanca de la represión ilegal, los argentinos hemos proclamado al mundo que renunciamos a reprimir el delito.
Hace falta tener la boca abierta -o el pico- para no advertir dónde se irán alojando las bandas del narcotráfico, en la medida en que sean corridas hacia el sur por Colombia, Brasil y, tal vez, Ecuador. Ahora, ya podemos adivinar dónde está el zorro.
El autor publicó diversos libros sobre Derecho y política internacional.
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