domingo, 16 de diciembre de 2012

Entrevista a Santiago Kovadloff. 16/12/12


“Este gobierno cree ser providencial pero depende de los hombres grises”

POR FABIÁN BOSOER

Más allá de un relato que cree en un liderazgo salvador y una mística política apasionada, las decisiones suelen terminar en manos inesperadas y opacas, dice este prestigioso escritor.

El Gobierno está perdiendo los hilos de un relato mágico que descansa en un liderazgo providencial pero termina dependiendo de los “hombres grises”, aquellos personajes que de manera inesperada tienen en sus manos decisiones de las que derivarán cosas mucho más importantes y trascendentales que no pudieron hasta entonces ser resueltas. Es la visión de Santiago Kovadloff, escritor y ensayista, en esta conversación desde su privilegiado atalaya. La propuesta: inscribir un balance de este 2012 que termina en la perspectiva de los 30 años de democracia que se cumplirán el año que viene. En una Argentina acostumbrada a transitar “a golpe de encrucijadas”.
¿Qué nos deja este 2012? 
Yo diría que entre mayo y noviembre se definieron los hechos que le infundieron a la realidad política del país un perfil característico. Hacia mayo quedó más o menos claro que la Presidenta de la Nación no tenía el proyecto de proseguir con el estilo político de su esposo. Hacia noviembre quedó en claro que la sociedad argentina no estaba dispuesta a respaldar mayoritariamente ese estilo introducido por la Presidenta. En diciembre se produjo el corolario, la irrupción de una Justicia que aparece como voz alternativa, para decirle al Gobierno “todo no” y “de este modo, tampoco”.
¿Hay un choque de interpretaciones acerca del momento que estamos atravesando? 
Exactamente, creo que hay dos conceptos del tiempo que están vinculados a la idea que tenemos de la constitucionalidad. El Gobierno aspira a introducir un concepto del tiempo que está regido por la perpetuidad: gobernar es perpetuarse. La oposición y la Justicia se ven obligadas a defender un concepto del tiempo en el que lo perdurable es la ley y no quién la representa. Para el Gobierno el providencialismo, unido a la persona que ejerce el poder, es fundamental. Normalmente las personas providenciales no tienen descendencia. Desde el concepto del tiempo como alternancia en el ejercicio del poder, la descendencia estaría asegurada, porque no se le pide que sea idéntica la del hijo a la del padre. Quien hereda el poder no está obligado a repetir la figura paterna; es un concepto bastante psicoanalítico de la identidad, porque descansa sobre la presunción de que la diferencia asegura la continuidad.
¿Qué pasa con un movimiento político -el peronismo, hoy el kirchnerismo- que, como ningún otro, tuvo y sigue teniendo una notable capacidad para ejercer el poder, mantenerse en él, adaptarse a las distintas épocas, responder a diferentes desafíos, y al mismo tiempo tiene esta limitación intrínseca tan definitoria de no saber cómo resolver la continuidad o la sucesión? 
Es así, no saben cómo continuar: saben que no pueden sino continuar. Y la tensión dramática que los absorbe es la que nace de esa necesidad imperativa, y de esa dificultad evidente, entre el deseo y la posibilidad. A mí me parece que el Gobierno cuenta a su favor con la rentabilidad de un sector social que, habiendo padecido y padeciendo aún la exclusión, está dispuesto a seguir hipotecando su condición cívica en la subsistencia. Y el Gobierno especula con eso.
¿A falta de algo mejor? 
A falta de algo mejor, durar tiene sentido. Es curioso, porque se diría que la finalidad de un gobierno democrático y progresista es otorgar la dignidad cívica a quienes carecen de ella, que les permita proceder con autonomía. Aquí pareciera que la autonomía es un riesgo -la autonomía de la ley y la autonomía del electorado, la autonomía de los marginados, aquellos que pueden reincorporarse a la sociedad con derecho y educación-. Me parece que la gran rentabilidad de los gobiernos populistas descansa sobre las posibilidades que brinda la dependencia económica de los sectores menos favorecidos. Y también, sobre el oportunismo siniestro de quienes teniendo recursos no conciben a la Nación como un proyecto unitario, convergente, sino como posibilidad de privilegiar sus propios intereses. Esa convergencia entre necesitados, en el orden de la subsistencia y egoístas en el orden de sus intereses puramente sectoriales, le ha permitido al Gobierno ganar con holgura las elecciones del 2011. Pero me parece que las condiciones propicias para que eso siga ocurriendo ya no están dadas.
¿Qué cambió?
Cambió, fundamentalmente, la posibilidad de abastecer la doble necesidad que tiene con prebendarios y utilitarios. Cambió también algo muy importante: el perfil de una clase media que empieza a intuir que si sus derechos no están inscriptos en un proyecto de país, terminan por ser violentados y frustrados. Algo incipiente empieza a insinuarse y es la idea de que vivir dentro de la ley permite a un país desarrollarse equitativa y favorablemente a cada uno de sus sectores. Es una insinuación muy leve, una luz que entra por una pequeña ranura. Nos falta aún cultura cívica para comprender que la ley es mucho más que el cumplimiento de una orden, que es un proyecto de vida.
Grandes relatos, personajes providenciales, circunstancias excepcionales, épicas intensas. ¿Qué pasa con un país acostumbrado a vivir de este modo?
El nuestro es un país que ha optado, en buena medida, por un fervor sustitutivo del pensamiento. El fervor viene a ser un sucedáneo del pensamiento allí donde hay dificultades para meditar, para darse tiempo, para reflexionar y dialogar. El fervor es siempre el que enmascara la inconsistencia de muchas iniciativas. Promover el fervor es pedirle al electorado que se deje gobernar confiando en sus líderes como figuras salvadoras o indispensables. El “síganme” de Menem está vivo.
¿En dónde lo ve?
Por ejemplo, en la forma en que el Gobierno promueve el maniqueísmo. Al decirnos que estamos en un mundo que se divide entre réprobos y elegidos, hay alguien que entendió. Y si hay alguien que entendió que somos réprobos o elegidos, ese alguien es el que merece nuestra confianza para terminar de liberarnos del mal; oigámoslo, obedezcámoslo. Nada de introducir las preguntas; las preguntas siembran confusión. Lo importante es la obediencia debida, que también sigue viva junto con el “síganme”. Hemos regimentado nuestra sociedad, al hacer de los liderazgos fuentes de conocimiento indiscutible.
¿No se está agotando también esa creencia en los liderazgos providenciales?
Yo diría que llegamos a fin de año fuertemente impregnados por el desencanto. El relato oficial sólo tiene credibilidad allí donde la ideología ha sustituido al pensamiento. Pero ese relato empieza a evidenciar un fuerte anacronismo, una pérdida de verosimilitud social y esto se debe al hecho de que la desmesura con que el Gobierno ha procedido sembró miedo en la sociedad. La Presidenta pidió que se le temiera y lo consiguió. Creo que buena parte de la sociedad argentina no acuerda con la contundencia autoritaria del discurso oficial, porque es un discurso que violenta. Ahí sí que hay una huella de aprendizaje interesante.
¿En qué sentido?
Cuando el oficialismo empieza a reincidir en la violencia discursiva, despierta el fantasma de un temor que no hubiera querido despertar, pero que ha despertado, y es la convicción social de que la palabra debe ser promotora de acuerdo, de serenidad y no de hostigamiento. Esto pareciera también estar vivo en nuestra sociedad: la gente quiere paz. Diría algo más, la figura de Daniel Scioli es, en cierta medida, depositaria de simpatía social porque más allá de cualquier otra caracterización, es un hombre sereno y su serenidad, aun cuando los contenidos que la caracterizan no siempre resultan claros, es proveedora de un tono que a la sociedad le insinúa una actitud más aplomada y mesurada.
¿Cómo interpreta el modo en que la Presidenta entiende su segundo mandato y las apuestas re-reeleccionistas del oficialismo? 
Creo que ella es proveedora de una visión fuertemente redencionalista o apocalíptica. Ella está promoviendo la transición de la democracia republicana a la democracia populista mediante un procedimiento que consiste en transformar la ley a la que el poder debe someterse, en la ley que debe someterse al poder. Ese proceso tiene una función salvífica, que es terminar con la injusticia mediante la instauración de un régimen monológico, en el cual el prójimo sólo tiene una función y es confiar en el poder, sin querer compartir con el poder el debate sobre su sentido.
¿Cuál es el límite a este relato de la política como batallas permanentes, que nunca terminan y se resumen en el “vamos por todo”? 
Yo creo que los signos de agotamiento que puede presentar el discurso oficial no implican necesariamente la extinción de la expectativa de fe en lo providencial. Se desplaza esa búsqueda de providencialismo en el “tiene que aparecer alguien”. Es el drama que tiene el Gobierno cuando no sabe en quién delegar el poder si no recayera en la Presidenta en las próximas elecciones.
¿Qué puede suceder entonces?
Es interesante: detrás de ese vacío ocupado por los líderes providenciales, cuando éstos no aparecen o flaquean o agotan su crédito encontramos los personajes grises sobre los que recae la responsabilidad de tomar decisiones de enorme alcance colectivo. Pero, por el lugar que ocupan, o que llegan a ocupar, alcanzan un protagonismo inesperado y desmedido: un ministro, un secretario, un vicepresidente o un juez. Figuras que son lanzadas, de pronto, a ocupar cargos de enorme relevancia y son profundamente disonantes con su investidura. Se espera de ellos obediencia, pero puede ocurrir también que desobedezcan y en ellos termina descansando la expectativa de un cambio de rumbo. Este gobierno cree ser providencial pero depende mucho de los hombres grises. Y su suerte parece quedar en muchas ocasiones en manos de ellos. Es otra consecuencia de la escasa credibilidad en la ley de la que el populismo se nutre.
Fuente: Clarín

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