AJUSTANDO TORNIQUETES
La creciente fuga de capitales que ha ampliado notoriamente la brecha cambiaria durante la última quincena, probablemente producto de la incertidumbre electoral o de acciones gubernamentales poco claras en materia de relaciones con el mundo (conflicto con los Estados Unidos), ha comenzado a preocupar a las autoridades, quizás porque podría repetirse el fenómeno ya conocido de que se perdieran por el lado cambiario y del pago de la deuda las reservas en divisas que aporta el superávit comercial.
Por eso, no llama demasiado la atención que las autoridades económicas hayan empezado a ajustar ciertos torniquetes para evitar que el drenaje se note en toda su magnitud. No es la primera vez que una fuga de divisas se come todo el saldo comercial y en esta oportunidad sería muy malo para el marketing electoral que se notara. Lo que sí llama la atención es que quienes diseñan estas políticas no hayan aprendido de errores pasados y vuelvan a optar por las mismas recetas que en otros tiempos han probado ser altamente ineficaces para cortar el problema de raíz, aunque las mismas se encuentren dentro de la lógica de la concepción dirigista imperante que incluye los controles sobre controles y la sospecha de los observadores sobre la discrecionalidad y la falta de transparencia de los funcionarios de turno, en cada una de las dependencias.
Para evitar sustos, por un lado se busca mantener controlada la salida de dólares provenientes del comercio exterior y por eso se le han colocado trabas de ingreso a muchos productos, no todos de consumo, a partir de la aprobación burocrática de las llamadas “licencias no automáticas”, que demoran por hasta 60 días el pago de la operatoria. Esta reciente imposición podría provocar represalias de algunos países a los que la Argentina les vende, por lo cual podrían retacear sus compras y perjudicar desde el otro lado la balanza comercial. Pero además, la novedad ha generado ciertos roces y recelos con los países del Mercosur, sobre todo con Uruguay, cuyos industriales ya estaban sensibilizados por la orden que les dio el secretario Guillermo Moreno a las cadenas de supermercados para que no importen productos que se fabriquen en la Argentina, salvo aquellos que se produzcan en Brasil.
Desde el costado cambiario, ha trascendido la “tolerancia cero” que ha prometido ejercer el Banco Central con los llamados “coleros”, quienes compran con su Documento de Identidad hasta el máximo mensual permitido, a cambio de una magra comisión e inyectan esos dólares en el circuito informal. También se siguen atentamente las operaciones de “contado con liquidación” para evitar que se compren en la Argentina títulos públicos o acciones en pesos y que se las revenda en Nueva York, con un diferencial, en dólares. Ningún control sobre las operatorias cambiarias marginales ha tenido nunca éxito en el pasado y lo único que se logra con las trabas no es finalmente desincentivar esos circuitos, sino subir los diferenciales y hacer que el dólar marginal trepe un peldaño más. La gran paradoja, que se repite al estilo de muchas ocasiones anteriores, es que a medida que crecen los controles y se entorpece la salida de capitales, los operadores se sienten más proclives a huir de un mercado de características cerradas y no les importa cuánto haya que pagar para hacerlo.
Esta semana, hubo una tercera manifestación del altísimo grado de preocupación gubernamental por sentarse sobre las divisas, a partir de un nuevo Marco Regulatorio de la actividad aseguradora que prohibió la contratación de reaseguros en el exterior, con la excusa de evitar operaciones sospechosas de lavado de activos y de financiamiento del terrorismo. Lo loable de la iniciativa, tomada quizás por la necesidad de mostrar ante el GAFI algún activismo en la materia tras dos años de no hacer nada al respecto, naufraga cuando se observa que la norma apunta además a determinar a que quienes operen en el rubro tengan que ser compañías de capital nacional o bien reaseguradoras extranjeras que se radiquen en el país. Para ello se les exigirá a todas las que quieran operar en reaseguros que acrediten un capital mínimo de 20 millones de pesos (U$S 5 millones). Es decir que, en este caso, no sólo se quiere evitar que salgan divisas por los pagos que se hacen al exterior, sino que se impone una radicación forzosa, que seguramente derivará en algún desinterés por parte de los jugadores internacionales, debido al aumento de sus costos.
Como existen riesgos de que nadie esté en condiciones hoy de cubrir localmente operaciones de cierta envergadura o especificidad, más allá que la Superintendencia podría graciosamente autorizar algún caso muy voluminoso, esto podría dejar al mercado a merced de capitalistas “amigos del poder” que administren el dinero estatal, con una alta concentración del mercado o bien se podría asistir a la restauración del Instituto Nacional de Reaseguros, al estilo de aquel otro que dejó un quebranto de 2.000 millones de dólares que aún hoy están pagando los asegurados.
La cuestión de las Reservas Internacionales tiene además otra arista, ya que es sabido que la cifra que nominalmente aparece publicada, sobre la cual se basa el martilleo del Gobierno para mostrar un costado de su éxito económico, puede ser fácilmente cuestionada desde el ángulo de la calidad. En primer término, porque parte de las mismas tienen su contrapartida en la emisión de pesos, que son los que fogonean la inflación, mientras que hay otra porción que se ha convertido en Letras del Banco Central, mientras que otra creciente cantidad son simples papeles de la Tesorería, recibidos como constancia de los pagos que se le han hecho al FMI y a los acreedores por títulos públicos.
(Fuente Cadal)
Equipo de Economía de Tribuna de Periodistas
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