domingo, 12 de febrero de 2012

CARNAVAL. Por Pepe Eliaschev


El problema principal que aqueja a la Argentina es la predominancia de la mentira compulsiva. La clave de lo que se vive es el estado de simulacro permanente. Las palabras estallan como fuegos de artificio. Nada revelan. Confunden y engañan. Agredidas, vaciadas, torvamente despojadas de sentido, son munición fugaz, pero eficaz.
El Gobierno anuncia que “revelará” la verdad sobre la conducta de los militares argentinos en la guerra de Malvinas, tal como fuera expuesta en un informe difundido hace casi dos décadas. Alega que opta por la paz y no por la guerra, pero de inmediato su ministro de Defensa advierte que este país tiene cómo defenderse ante la alucinada hipótesis de un ataque del Reino Unido. No hay verdad en esos postulados; son falsedades demasiado groseras. Para mal o para bien, en términos prácticos las Fuerzas Armadas argentinas no están en condiciones de ir a la guerra contra nadie. Por suerte. Pero compadrear con unas capacidades que en verdad son clamorosamente inexistentes sólo suscita embarazo y vergüenza.
El dogma hoy en el poder postula que en 1982 no fue el pueblo argentino el responsable de apoyar entusiasta e inconscientemente la delirante invasión de las Malvinas. Desde la Casa Rosada ahora se enuncia un catecismo exculpatorio; no –dicen–, la guerra no tuvo apoyo popular espontáneo, sino que fueron “los medios” quienes engañaron a la pobre gente, que fue confundida por los viperinos periodistas.
La Presidenta convoca a que le escuchen otro discurso de ella en la Casa Rosada y cita incluso a los embajadores extranjeros, pero sólo para anunciar que el país irá a las Naciones Unidas, para pedirles la paz y no la guerra a los británicos, y –además– para revelar que, ¡treinta años después de aquella ignominia atroz! se abrirá un hospital psiquiátrico para atender a quienes estuvieron en Malvinas y han quedado afectados para siempre.
Habla el Gobierno de política de Estado, pero –en lugar de tender una mesa y hablar de igual a igual con quienes representan al 46% de los votantes– sienta a los referentes opositores para zamparles una nueva y embustera filípica. ¿Qué política “de Estado” es ésta? Sencillo, es así: vení, sentate, escuchame, y después andate a tu casa. Institucionalidad de cartón pintado: la Casa Rosada cree que política de Estado es que unos decidan y los otros escuchen en silencio. Papel abominable el de una oposición más perdida que nunca; daba pena ver cómo parecían regocijarse de la situación radicales, socialistas y macristas, contentos de salir en la foto y omitiendo que aceptaban interpretar el patético papel de muñecos de torta. Fueron la excusa perfecta para que el Gobierno se ufane de su recién descubierta civilidad: ¿vieron cómo somos de plurales y civilizados? ¡Invitamos a “la opo” y los sentamos en la primera fila de la platea nacional! Estaba toda la menesterosidad nacional, desde Manzano a Verbitsky, y desde Hadad a Szpolski, pasando por De Mendiguren y Moyano, sin olvidar a Bonafini y Patricia Bullrich. A esto se le llama “diálogo”, a una bajada de línea más verticalmente brutal que nunca, un guión cuya narrativa es inconfundible, una geometría política acerada e impenetrable. Hay quienes mandan y hay quienes escuchan. Todo llevado a un nivel que recuerda aquel abrazo “cicatrizador” de Menem con el almirante Isaac Rojas en 1989.
Arcaica en su pretensión de que puede mentir o ignorar aviesamente la historia en la era de Internet, la Presidenta califica de general “sanmartiniano” a Benjamín Rattenbach, el oficial que fue uno de los siete firmantes, el 10 de abril de 1963, del decreto-ley 2713, publicado en el Boletín Oficial siete días después, tal como reveló en este diario Emiliano G. Arnáez. Ese decreto critica, prohíbe y castiga con dureza la “presencia y actividades de las fuerzas antidemocráticas peronistas” y denomina “tirano prófugo” a Perón. Impresiona el nivel hasta chabacano de improvisación y lo primitivo de las técnicas de las que se vale este gobierno para su accionar.
Pero lo peor, lo más malsano, es –a mi juicio– la diseminada confusión nacional, esa pastosa aquiescencia que, como jarabe pegajoso, recorre el mundo de aquellas fuerzas y personalidades que pretenden diferenciarse del oficialismo y de sus mañas sempiternas para empaquetar a la sociedad con fugas in avanti, atajos, invenciones y puestas en escenas. Esto es lo grave: desde el muy conservador Federico Pinedo hasta el muy socialista Rubén Giustianini, pasando por el ancho espectro de radicales y peronistas de diversa coloratura, nadie se anima a desmarcarse del mito Malvinas. Nadie se atreve a decir que la Argentina padece de un pelotón de tragedias autóctonas infinitamente más acuciantes y prioritarias, y siempre irresueltas, para resolver, por las cuales no se emprenden cruzadas patrióticas.
Es una tragedia nacional que hoy, treinta años después, lo que sigue dominando el corazón y la cabeza de este país siga siendo un relato idealizado y mesiánico, un anquilosado irredentismo patriotero que es, al final del día, la más perfecta encarnación de la patraña. La Presidenta saca de la manga una recalentada perorata patriótica (y muchas más se escucharán en los próximos meses), mientras que nadie de verdadero peso específico se atreve a abrir los ojos y mirar de cerca la demacrada realidad argentina, nuestra deprimente desnudez.
Un sabor amargo y a la vez indeleble impregna la boca. La movida montada para ocultar las pendientes problemáticas de la vida cotidiana del país muestra los vidrios quebrados de las ventanas de la fábrica oficial de ideas. Nada autoriza a pensar que el romance nacional con la cirugía estética y el maquillaje haya terminado. Ni rastros parecen quedar de aquel gesto severo, corajudo y lúcido de Raúl Alfonsín y Arturo Illia en 1982, negándose a avalar la comparsa bélica. Una sombra persistente prevalece y domina. La luz parece incomodar a (casi) todos.
FUENTE: PERFIL

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