Se puede afirmar que fue “arrasadora”. Los superlativos vienen como anillo al dedo: aplastante, colosal, abrumadora. Tal vez sea cierto, aunque es materia opinable. ¿Pero fue un triunfo sin precedentes? No cuenten conmigo para esas deducciones tórridas, que se desprendían en catarata por todos los medios desde la noche del 14-8. De nuevo hay que enunciarlo: los números deben hablar por sí solos. Pero hay que permitir que lo hagan en un contexto apropiado y al interior de un marco de referencia acorde con lo que se pretende entender.
En las elecciones del 30 de octubre de 1983, la Unión Cívica Radical llevó a Alejandro Armendáriz a la gobernación de la provincia de Buenos Aires con el 51,98% de los votos, mientras que Raúl Alfonsín recibía en ese distrito el 51,41%. En 1987, el peronismo gana la provincia para Antonio Cafiero con el 46,48% y en 1991, el triunfo es de Eduardo Duhalde, con el 46,26%. Pero tómese en cuenta este dato, imponente: Duhalde es reelecto gobernador en 1995 con el 56,69%, mientras que Carlos Menem, que gana las presidenciales y es reelecto, obtuvo en la provincia “sólo” el 49,94%.
Como quiera que fuese (salvo la excepción de 1997, cuando la Alianza gana el distrito al peronismo, por 48,28% a 41,44%), el justicialismo se lleva siempre la provincia en cualquier clave y con cualquier registro, como lo demuestra el triunfo de Carlos Ruckauf en 1999, cuando es electo gobernador por el 48,34%, mientras que Fernando de la Rúa, electo a nivel nacional, recoge en Buenos Aires el 42,81%.
Tras la calamidad de 2001, el peronismo unido ratifica a Felipe Solá (electo vice con Ruckauf y en funciones de gobernador desde enero de 2002), pero con apenas el 43,32%. En esas raras elecciones que pierde pero gana Néstor Kirchner, los tres candidatos justicialistas (Menem y Rodríguez Saá, además de Kirchner) suman el 59,95%. Lo que sigue es historia reciente. En las elecciones de 2007, Daniel Scioli llega a la gobernación con el 48,24%, mientras que Cristina Kirchner recibe 45,91%.
¿Qué pasó este domingo en las “primarias” exóticas que tuvimos en la Argentina? Nada infrecuente, todo muy previsible. En la mayor provincia argentina, el gobernador fue votado por el 48,18% y la Presidenta recogió el 53,09%. La matemática electoral es una ciencia dura pero incierta, plena de certezas, pero medio temblorosa. Sin embargo, si una cosa revelan estas cifras, que forman parte de ese acervo documental que con excesiva frecuencia desatienden o no consultan quienes deben opinar con respaldo certero, es que lo del 14 de agosto no sólo fue un zafarrancho sin valor constituyente, un conteo de los porotos de cada uno, sino que sirve como indicador antes que como constancia de un mandato electoral. Fue, además, una justa electoral en la que se advirtió que la componente ideológica o programática de los tsunamis del justicialismo en los comicios tiene una importante labilidad. Porque alguien debería explicar, desde la peronología más eficaz, aquel casi 57% de Duhalde en 1995. ¿No tendrá algo que ver con el fondo de “reparación histórica” inyectado por Menem en aquellos años? Había mucha plata.
Sucede algo bastante diferente al ejercicio meticuloso del buen raciocinio. El impacto de ciertos hechos parece descolocar vuelta a vuelta a quienes están ya preparados para quedar boquiabiertos. La provincia de Buenos Aires es, como territorio político, una monstruosidad institucional a la que el justicialismo jamás querría desarmar. Pero su paquidérmica dimensión le confiere un peso aberrante en el equilibrio del sistema político argentino. Es allí donde se verifican los espasmos victoriosos más fornidos del peronismo.
En ese sentido, en muchos municipios del Gran Buenos Aires, se registran situaciones que los asimilan con la tétrica Formosa, una provincia que financia el 94% de sus gastos con las remesas de la Casa Rosada y donde Cristina obtiene el 70%. En La Matanza, por ejemplo, el kirchnerismo sacó en 2007 el 50,09% y este domingo el 64,8%, mientras que en José C. Paz pasó de 58,93% a 69,6%. ¿Son áridas las cifras? Tal vez, pero enseñan realidades y permiten zafar de las estafas emocionales.
Se revela un importante enamoramiento del statu quo. Un columnista de Página/12, Mario Wainfeld, no hesitó en asegurar que lo del domingo fue “un voto conformista, conservador en algún sentido, masivo y poco barullero”. Bueno, nos vamos alejando de las sagas épicas y de las epopeyas de poco calado. Pasamos del “nunca menos” a una descripción atinada y sobre todo verídica.
Se revela un importante enamoramiento del statu quo. Un columnista de Página/12, Mario Wainfeld, no hesitó en asegurar que lo del domingo fue “un voto conformista, conservador en algún sentido, masivo y poco barullero”. Bueno, nos vamos alejando de las sagas épicas y de las epopeyas de poco calado. Pasamos del “nunca menos” a una descripción atinada y sobre todo verídica.
Conformidad y conservación: he aquí el paquete monumental que 10 millones 300 mil argentinos colocaron este domingo en brazos de la Presidenta, un mandato y un encargo, una expresión clara y un crédito abierto con plazos más o menos perentorios. Muy probablemente, en esa masividad (comparándola, claro, con la escualidez opositora) se registre un voto protesta contra la inexistencia de opciones cautivantes. No me enamora demasiado esta tesis que tiende a describir al pueblo como una virtuosa muchedumbre de ejemplares ciudadanos, traicionados por los repelentes politicastros de la oposición. Cuando no se votaba, entre por lo menos 1977 y 1982, una montaña de argentinos la pasaba de maravillas con la tablita y hacía gárgaras con la plata dulce. Ya en democracia, hubo otro quinquenio de francachela, entre 1992 y 1996, cuando una vasta mayoría también le daba triunfos arrasadores al presidente Menem.
Lo que no es decente es elogiar a las masas cuando exhiben su conformismo conservador con cierto statu quo y, en cambio, despreciarlas cuando aprueban otros consensos, tal vez menos embriagados de fraseología transformadora, pero tan o igualmente apetecibles para la gente común.
¿No pasó nada? Claro que sí, pero lo que sucedió carece de muchas de las resonancias militantes que se le pretende dar. No es pernicioso mirarse al espejo; permite ver dónde estamos y advertir esto que pasa.
¿No pasó nada? Claro que sí, pero lo que sucedió carece de muchas de las resonancias militantes que se le pretende dar. No es pernicioso mirarse al espejo; permite ver dónde estamos y advertir esto que pasa.
Fuente: Perfil
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