Ha sido una semana triste, tristísima, para esta columna y para mí. Después de casi un año de amable convivencia con los lectores y con el poder, Aníbal Fernández, acaso sin buscarlo, nos pegó un tiro en el corazón. Nos desmintió. Negó que se haya hecho la cumbre en Olivos de la que hablé el sábado pasado, negó las opiniones que le atribuí y, lo más grave, negó que yo haya estado en ese cónclave, invitado por la Presidenta.
Acabo de pasar las peores horas de mis últimos 55 años. Transido de tristeza y frustración, sólo he recuperado algo las fuerzas para sentarme a escribir ésta, quizá la última columna de la serie. Si te desmiente Carlos Menem, vaya y pase. Su credibilidad está por el piso (quizá la recupere gracias a su alianza con Cristina). Pero si lo hace Aníbal, una de las cabezas más iluminadas del país, probablemente ya nada tenga sentido.
Lo que más me dolió no fue que me llamara mentiroso, fabulador y sinvergüenza, sino que quienes salieron en mi defensa, que no fueron pocos, le dijeron que no debía tomarse la columna en serio. Incluso un colega de Clarín le preguntó por Twitter si su próximo paso era desmentir a Harry Potter. Ahí sufrí el segundo golpe letal: comprobé que lo que yo había imaginado como aporte a una mejor interpretación de la realidad argentina no estaba siendo entendido por nadie. Los poderosos no me creen y la gente común me toma para la chacota. El peor de los mundos. Era el fin.
Sí, era el fin, hasta que se me ocurrió cortar por lo sano: ir a verlo a Aníbal. Lo conozco desde hace años (él me llevó a militar con Duhalde y, después, me convenció de que nos convenía hacernos kirchneristas), lo estimo y, por sobre todo, lo admiro. Admiro su coraje, su frescura, su lealtad. Lo vaciaron de poder, la Presidenta lo mira con desgano, los ministros lo ignoran, los intelectuales K lo desprecian, y el tipo sigue ahí, pone la cara, no se esconde detrás de los bigotes, no le teme al ridículo y se inmola cada vez que abre la boca. Algún día, estoy seguro, la historia le rendirá un merecido tributo. Si el país se anibalfernandizara, todo iría mucho mejor.
Me recibió con una sonrisa y un abrazo. Dicen que en la intimidad de su despacho es un hombre frío y distante que, aunque esté recibiendo a alguien, no aparta la vista de su PC. Conmigo, todo lo contrario. Hablamos durante horas. Si la gente se imagina que en la agenda de un jefe de Gabinete no hay respiro, está equivocada. Parecía tener todo el día para mí, a excepción de unos tweets que escribió casi sin dejar de conversar.
Durante la charla, nuestros recuerdos volaron a aquellos aciagos días de 1994 en que, siendo intendente de Quilmes, estuvo prófugo de la Justicia y se refugió un par de noches en la quinta del Gordo Ogando, un viejo puntero peronista. Después, todo terminó en un sobreseimiento.
Pobre amigo, siempre le han achacado absurdas falsedades, como que se recibió muy bien de contador y no tanto de abogado. O lo que dijo Granero, el de la Sedronar: que Aníbal le miente a Cristina sobre la realidad del narcotráfico. Y ahora lo acusan de mufa porque desde que se hizo cargo del Fútbol para Todos descendió Quilmes, del que es vicepresidente, y Gimnasia y Esgrima La Plata, el equipo de Cristina.
Pero la señora no está dolida por eso. Probablemente nunca le perdonó que haya calificado la pelea que ella tuvo con Chiche Duhalde en 2003 como "una discusión de alta peluquería". ¡Imagínense! La que hoy es nuestra gran conductora reducida por Aníbal a una doña nadie que vocifera con los ruleros puestos.
La Presidenta debe haber aceptado a regañadientes la idea de Néstor de hacerlo jefe de Gabinete, pero después, ya viuda, le sacó la silla. Le sacó también a sus dos hombres en la Policía Federal, Valleca y Orioli, y puso la conducción de esa fuerza en manos de su archirrival, Nilda Garré. Maliciosa, la nueva ministra no tardó nada en hacer conocer su preocupación por las conexiones entre policías y narcotráfico.
De todas esas cosas hablamos en la larga y amable charla en su despacho. Le pregunté por qué, después de tantos años en la política y en la cima del poder, no ha logrado armar ni un solo grupo que lo siga. Randazzo, otro de sus rivales en el gabinete, tiene una liga de intendentes, y él, nada. Me contestó que ya superó esa etapa de política chiquita de unidad básica. "Yo estoy en el mundo de las ideas", dijo. No pude menos que asentir.
Sin embargo, me parece que esa idea de intelectual activo y comprometido no está siempre asociada al jefe de Gabinete. Muchos apenas lo ven como un provocador ingenioso, pero sin sustancia ni mística. Algo me hace pensar que a la señora la deslumbran más las ideas de Abal Medina, de Kicillof y hasta de Boudou que el humor arrabalero de Aníbal. Y algo me hace sospechar que muchas veces lo preferiría callado.
¿Es verdad que su reciente libro, Zonceras argentinas, fue escrito en realidad por Carlos Caramello (que supo ser un menemista rabioso)? Me lo negó con una sonrisa: "Todas las zonceras son auténticamente mías".
Por cierto, no dejé su despacho sin antes contarle que su desmentida a mi columna me había sumido en una profunda depresión. Puso sus manos sobre mis hombros y con una voz quebrada por la emoción me dijo: "Gracias, muchas gracias". Le pregunté por qué. "Porque sos el único que me toma en serio."
Fuente: La Nación
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