El domingo pasado, el kirchnerismo químicamente puro alcanzó el 14% de los votos en la ciudad de Buenos Aires. Me refiero a la lista de legisladores encabezada por Juan Cabandié, que fue la única que tuvo el derecho de ser publicitada con las fotos de Filmus, Tomada y la Presidenta. También tuvo el dudoso privilegio de llevar a María Rachid en cuarto lugar. Las otras dos listas colectoras, encabezadas por Aníbal Ibarra y por Gabriela Cerruti, fueron tratadas como parientes quizá necesarios como mano de obra en la cosecha, pero indeseables. Tanto Ibarra como Cerruti se lo aguantaron, de modo que no hay motivos para compadecerlos. Cada uno es grande y se traga las humillaciones que considera necesarias para sus ambiciones.
Primera conclusión: los votantes de Filmus tuvieron en cuenta la existencia de tres listas y quisieron distinguir distinguir entre ellas. Ese electorado pensó un voto que no estuviera completamente teledirigido desde los salones de la residencia de Olivos. Votaba por Filmus y, seguramente, aprobaba a Cristina Kirchner, pero allí trazaba una línea que le garantizara una relativa, pero elocuente independencia. Un poco de aire.
Segunda conclusión, que difícilmente sea tenida en cuenta: no alcanza ser un nieto recuperado; no alcanza el abrazo de Estela de Carlotto, para consolidar una carrera política. Las víctimas del terrorismo de Estado merecen reparación, solidaridad y justicia, pero eso que merecen no se transforma en una plataforma de lanzamiento.
Tercera conclusión: La Cámpora moviliza el 14% de las simpatías porteñas, en caso de que todo ese porcentaje pueda serle atribuido. Todavía queda por ver si la inclinación presidencial por la agrupación tiene una traducción territorial en toda la república. Es decir: ¿cuánto arrastra Cristina? ¿a quién convence de que La Cámpora es, ¡por fin!, el "trasvasamiento generacional"? Sembrados por la Presidenta en las listas provinciales a mano alzada, no se les podrá atribuir en octubre una derrota, pero tampoco está claro que contribuyan decisivamente a una victoria. Si esto pasó en Buenos Aires con Cabandié, que no es distinto de los votantes porteños de capas medias, todavía habrá sorpresas en las elecciones por distrito. La Cámpora se convirtió vertiginosamente en una burocracia de Estado, con militantes funcionarios. Es una organización "liviana", de base burocrática, que tiene inmensas debilidades territoriales. A la Presidenta le gustaría gobernar sólo con esos jóvenes que le caen simpáticos y le deben todo, pero del otro lado de Puerto Madero no está sólo el Río de la Plata, sino lo que, en política, se llama "el territorio".
Se ha puesto de moda en los últimos días denigrar a los votantes de Buenos Aires y la respuesta a esta moda es inadecuada para la importancia del asunto si se limita a confirmar que las voluntades electorales son un derecho sagrado. Es obvio que son un derecho constitucional, pero pueden ser analizadas si se prescinde de los adjetivos que han empleado algunas "almas buenas" kirchneristas, sintetizados en la intervención de un músico pop sobre cuyas opiniones políticas nadie se había preocupado demasiado hasta ahora y, por lo que se vio, había razones para no hacerlo. El ataque de nervios no es un buen momento para sentarse a escribir y la pataleta de alguien a quien Macri le cae mal tampoco ayuda. Somos muchos los que no votamos ni a Macri ni a Filmus sin sentirnos insultados por quienes los eligieron.Salvo que se creyera a los encuestadores kirchneristas, que tiraron números al voleo como si se tratara de una tómbola arreglada para favorecer al dueño del bingo, el voto porteño actuó como si la primera vuelta fuera la segunda. Sin embargo, en la primera vuelta era posible pensar en las listas de legisladores y de comuneros. En consecuencia, había más opciones: por ejemplo, votar por Pro cortando la boleta, lo cual habría adjudicado probablemente algún legislador más a otras agrupaciones y, sobre todo, habría evitado que Pro ganara en todas las comunas y, en consecuencia, fueran suyos todos los presidentes de esa nueva organización territorial. La primera vuelta habilitaba estas acciones diversificadoras de los votantes.
Sin embargo, se usó la primera vuelta como una picadora de partidos y candidatos. Se votó a la seguro, a favor o en contra. En elecciones de doble turno, se elige quiénes pasan de la primera a la segunda, pero hay espacio para un margen de indeterminación que haga posibles las renovaciones políticas. Nada muy distinto habría sucedido si un porcentaje de votos de Pro, que fueron allí para indicar una oposición nacional, que no le pertenecen en términos ideológicos y quizá ni siquiera en términos políticos, hubieran ido a la lista de Proyecto Sur, encabezada por Solanas. Y, si se me permite avanzar con esta hipótesis de voto más dispuesto a la exploración, vistos los porcentajes obtenidos por Filmus-Tomada, un voto más suelto y menos magnetizado nacionalmente habría podido resultar en una segunda vuelta diferente. Desde las semanas anteriores a las elecciones se supo que esto no iba a suceder. Pero que fuera improbable no quiere decir que no fuera, al mismo tiempo, de gran interés. Una primera vuelta diferente les habría dado una alternativa distinta a los que quisieron marcar un rechazo al Frente para la Victoria.
En realidad, la forma en que los porteños votamos en la primera vuelta respondió a los deseos de Olivos, aunque los resultados le hayan sido adversos a la Presidenta. Ella no quiso establecer alianzas con nadie. En consecuencia, dio orden de maltratar a las colectoras (Sabbatella puede hacer las cuentas, si es que ya no las hizo). La Presidenta desmintió en los hechos lo que Filmus está diciendo ahora: que va a llamar a todos para acordar los puntos de un programa, porque el Frente tiene vocación frentista. La redundancia vale, porque nadie le cree una palabra.
La cultura política del Frente para la Victoria es la obediencia. El maltrato le espera a quien se le ocurra tener una idea distinta (Filmus mismo lo sabe porque Cristina Kirchner lo tuvo parado en la puerta, y lo dejó entrar, finalmente, sólo porque a los otros las encuestas les daban peor.) Además, de la Presidenta para abajo todos se creen autorizados a los malos modos: Filmus no lo llamó a Macri el domingo, sino el lunes a la tarde (¿esperaba todavía el recuento?), pero tampoco la Presidenta lo llamó a Filmus la noche electoral; por lo menos no hubo llamado público, que es el que vale en estas circunstancias. La Presidenta saca el cuerpo a las derrotas como si fueran una enfermedad contaminante. Exige lealtad completa, pero pasa por alto que el principio de lealtad también se ejerce de arriba hacia abajo y que no se abandona en el desierto a quienes previamente se han subordinado.
Cristina Kirchner no es la dama moderada que se desvive por parecer simpática en los discursos de los últimos meses, en cuyo transcurso ha recurrido a todas las manifestaciones del dolor y de la fortaleza, con un manejo de escena que resultó convincente, observación que no obliga a dudar sobre sentimientos que no deberían convertirse en tema político. Cristina Kirchner, por el contrario, adora la intransigencia. Se la aplica a propios y ajenos en nombre de un modelo del que se siente la única representante en este mundo. La solidaridad que despertó su duelo puede fisurarse por sus arrestos ultrapersonalistas (o dañarse por abuso místico).
A nadie le gusta el mandoneo. Quienes la rodean lo aceptan porque les permite conservarse cerca del centro del poder. Cuando la lealtad es definida como invariable aquiescencia pública, la amenaza del destierro del reino presidencial cuelga sobre las cabezas de todos. La fortaleza del Frente para la Victoria es que nadie disputa hoy la jefatura y nadie está en condiciones de garantizar mejores resultados electorales que la Presidenta. Parece mucho capital político, pero, si se piensa bien, es inestable como la opinión.
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