Aunque parezca elemental proclamarlo, siempre hay lecciones para aprender, pese a que provengan de tierras lejanas y realidades exóticas para la Argentina. El escándalo aún no agotado del imperio mediático Murdoch en Gran Bretaña suscita reflexiones y de-sencadena conclusiones. Muchas de ellas, aunque previsibles, son preocupantes, sobre todo para un país, éste, en el que las pulsiones autoritarias están a flor de piel.
Murdoch y su aparato de medios cometieron tropelías inadmisibles, violando privacidades, invadiendo intimidades y corrompiendo lo que fuera necesario con tal de saquear fuentes e historias de otro modo impenetrables. Pero, ¿cuál es el aspecto más decisivo en el maremágnum de revelaciones en torno de toda la mugre de la que fueron capaces los esbirros de Murdoch? Cabe subrayarlo, sobre todo en la Argentina, donde desde hace ocho años el poder sostiene que los medios son el auténtico Satanás contemporáneo: si periódicos como News of the World se manejaron de manera groseramente ilegal, fue un diario, The Guardian, el que sacó a la luz la estrategia perversa de ese tabloide sensacionalista, que –todo debe decirse– publicaba 2,6 millones de ejemplares cada domingo. Sirve recitar la impecable conclusión del siempre admirable The Economist: “Las empresas que violan la ley y los periodistas depredadores son un dato de la realidad: deberían ser castigados. Pero (…) el verdadero abuso de poder –y la amenaza real a la democracia– se produce cuando el interés comercial se yuxtapone con el Estado”.
Una humana tentación sacude a gruesos sectores de la opinión cuando el ejercicio de la libertad desbarranca en inaceptables episodios de indecencia, perpetrados al abrigo y en nombre de esos mismos va-lores. Es en estos momentos cuando debe duplicarse el esfuerzo en contra de la persecución policial de lo que los medios producen cuando sus contenidos resultan intolerables para el poder político.
Ahora, y por los hechos del Reino Unido, se ingresa en una fase de severa turbulencia para la noción de “prensa ruidosa”, aquella que les hace la vida insoportable, la ma-yor parte del tiempo, a los políticos y a los poderosos.
Lo que ha sucedido con las trapisondas de Murdoch es condenable y exige rectificaciones, pero conviene seguir de cerca un ángulo clave en todo el caso: la colusión promiscua de megapoderosos billonarios privados (como Murdoch) y mandatarios surgidos del voto popular, como el primer ministro David Cameron. Ahí radica la lección central en esto que ha sido definido no solo como un colosal terremoto en la vida británica, sino sobre todo como una catástrofe para el “paisaje ético” del viejo país insular.
Se deriva de esto un punto de partida previsible, aunque no inevitable. Esa sociedad, dotada desde hace siglos de un corrosivo cinismo, podría instalarse en un letal y completo fatalismo. Se dice que en Gran Bretaña este paso, de darse, la convertiría en uno más de las casos vecinos de Europa, simbolizados por la Italia berlusconiana, donde la corrupción de Estado fue naturalizada y mutó en inevitable.
En la Argentina, estos casos alimentan la indignación vociferante de todopoderosos aparatos estatales supuestamente virtuosos. Esa calentura “militante” tiene sus viejas recetas siempre a mano: control, supervisión, manipulación, subsidios, prebendas. A las desaforadas indignidades de ciertos emprendimientos privados, oponen la opción de un Leviatán sideral: como la pura libertad supone cataclismos, mejor evitarlos con mordazas y cooptaciones desde el Estado.
En la Argentina de 2011, el poder realmente existente no sólo descree de la superioridad del libre discurso, sino que refuta agriamente todo vestigio de divergencia civilizada y funciona al servicio de esas concepciones. Basta analizar lo que ofrece en su rutina cotidiana el aparato mediático al que el Gobierno bautizó obscenamente como “público”, cuando en verdad se trata de seudópodos del Gargantúa político instalado en Plaza de Mayo y alrededores. Esa rutina es monocorde y monocolor: el Gobierno y sus funcionarios piensan que todo lo que no es oficial es contrario al interés nacional. Tienen siempre a mano el expediente de los manotazos ordenancistas. No es que hayan edificado normas y estructuras para fortalecer la capacidad institucional del Estado. Lo que han acumulado ha estado al servicio del propio poder y de una agenda muy corta y directa: apoderarse de espacios, preservar los que ya tienen, e incrementarlos. Eso es, y nada más que eso, la llamada Ley de Medios, plagada de buenos enunciados pero fríamente concebida para ganar lo que ellos llaman “batalla cultural”, una consigna de inexorables reminiscencias stalinistas.
Otro ángulo destacable del episodio Murdoch que amplifica sus meras resonancias británicas son los ambiguos vínculos del poder político estatal con las organizaciones de medios. Cameron no hizo nada demasiado diferente de lo que protagonizó Tony Blair: temerosos del poder de fuego de un periodismo beligerante y casquivano, se zambulleron en una proximidad vergonzosa, una manera encubierta de comprar protección o al menos evitar perjuicios grandes. No es sencillo que los políticos en democracia consigan preservar su equidistancia y defenderse, pero sin comprar o anular a los medios críticos.
En la Argentina todo ha sido más brutal. El Gobierno armó una maciza y sin embargo muy impopular red paraestatal de medios propios, con el singular criterio de sustentar su propaganda con la máscara de formas privadas. Comparado con estas maneras bárbaras de construir una narrativa del poder en la Argentina, lo de Murdoch muestra en su doble faceta las inmundicias de un periodismo perverso y las debilidades del poder político democrático para lidiar con esos monstruos mediáticos. Pero la confianza de la gente en los medios sólo se asegura con un periodismo que haga lo suyo en legalidad y un poder político que no pretenda colonizar ni someter a la prensa.
fuente: Perfil
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