Son preguntas que no trepan a la primera plana de los diarios, con las que no se abren los noticieros de la televisión y tampoco capturan el interés de los conductores de radio. Son, sin embargo interrogantes que, si fuesen esclarecidos, mucho dirían de las profundidades del predicamento nacional. Tienen la posibilidad de explicar cómo somos y cómo estamos.
¿Por qué los ataques y golpizas que sufren médicos y enfermeros en los hospitales públicos son ya epidemia en pleno auge? ¿Por qué el llamado vandalismo destruye y desactiva gran parte de lo realizado en las ciudades mediante costosas intervenciones estatales en parques, calles, transporte público y plazas?
No hay una respuesta. Habrá, en todo caso, varias aproximaciones tentativas, complementarias y –eventualmente– convergentes. Pero sí hay un denominador común, que arranca desde una constatación lúgubre: mucha gente destruye mucho de lo que se hace por ella y para ella. Atacan médicos, agreden docentes, cortan asientos, pulverizan ventanillas. Esa debe ser la base de todo análisis.
Sin apelar a un inconducente psicoanálisis de cabotaje, mediante el cual diagnosticaríamos que en la Argentina se ha desarrollado una sociedad profundamente enemistada consigo misma, puede incluirse ese dato dentro de un abanico de otras opciones, para comprender.
Pero los hechos son de dureza brutal, como lo que le sucedió en una atención domiciliaria a mediados de octubre último a un paramédico del porteño Hospital Durand. Adviértase que lo de “último” es porque así lo registró la crónica periodística, pero esos episodios se dan todas las semanas en los nosocomios que atienden la salud del pueblo, costeados por los contribuyentes.
Un paramédico se presenta en un domicilio de Villa Crespo en respuesta a un llamado al 107 para emergencias. La persona por la que se había hecho la llamada, de 91 años, acababa de morir, sin que los moradores de la casa se hubiesen percatado. El profesional anoticia a los familiares que ese señor ya ha muerto. Uno de ellos, acongojado más de la cuenta, en vez de llorar, se procura un objeto de fierro y lo muele a golpes al médico, al que le fractura una vértebra. El conductor de la ambulancia interviene para proteger a su compañero y sufre heridas cortantes en una mano. Ambos tuvieron que ser internados.
No es un caso aislado, ni mucho menos. Todos los días suceden acontecimientos similares en la zona metropolitana, sobre todo en hospitales y centros de salud más cercanos a barriadas complicadas y plagadas por la marginalidad, el desempleo, el analfabetismo, el delito y las drogas. Ejercer la medicina y la enfermería, sobre todo en las guardias nocturnas de hospitales como el Penna, el Piñero o el Muñiz, se ha convertido en una opción desechada por profesionales que temen por su integridad.
Un caso proverbial, que se reitera, es que bandas de agresivos sujetos ingresan con violencia en las emergencias hospitalarias reclamando de manera perentoria que se atienda a alguno de los suyos, baleado, apuñalado o cortado a botellazos. Acorralados, los profesionales de la salud deben resucitar obligatoriamente a quienes amenazan y golpean si no son atendidos.
Agredir a un médico o impedirle que actúe es un episodio de extrema y terminal gravedad. Revela descuido, desamor e incluso odio por la propia salud. Es una ruptura de códigos morales y hasta de elementales astucias cotidianas. Pero aunque éste sea un caso extremo, en la vida cotidiana se advierte una constante imbecilización de las normas de convivencia, que al ser destruidas generan un vacío que daña a los propios violadores. Es un culto idiota de la transgresión; equivale a ensuciar y destruir las propias propiedades.
No hacen otra cosa quienes sacan a sus perros para que defequen en las veredas que ellos deberán transitar, o los varones que orinan junto a paredes de las que se derramarán los líquidos que tendrán que pisar.
Rompo lo mío, destruyo lo que me pertenece, devalúo lo que deberé usar; es una extraña religión del suicidio social. Este tipo de conducta es muy evidente en ciudades como este monstruo deforme en que se convierte a menudo Buenos Aires.
Funciona en este caso una ecuación de suprema negatividad. La rotatividad de los arreglos y puestas en valor revela que se hace y se gasta mucho, pero se conserva poco y se destruye una enormidad.
Los juegos de las plazas, los bancos de los parques, el mobiliario urbano en general, son víctimas propiciatorias principales y constantes. Una activa prole de mutantes que, por razones tal vez muy fundadas –pero respecto de las que elijo en este caso no especular–, merodea por el espacio público. Criaturas predatorias, no atinan a diferenciar lo que es de todos de lo privado, entre otras razones porque no parecen tener en claro la frontera entre el bien y el mal, confusión a la que mucho contribuye un “transgresorismo” muy argentino que siempre justifica a los ilegales, invariablemente excluidos, explotados, engañados y estafados.
La paradoja más brutal de este relativismo cultural es que la agresión a médicos (y a docentes, a menudos fajados a trompadas por padres porque le pusieron una nota baja al “chico”) y la obliteración de los bienes públicos perjudica –antes y más que a nadie– a los de menos recursos, cuyas calles, espacios verdes y medios de transporte son devaluados por el propio descuido serial a que son sometidos.
No hay programa de inversiones públicas, ni esfuerzo estatal que valga si en el núcleo duro de la sociedad no se instala como criterio dominante el de la preservación del bien social. Muy disminuida, al menos en el corto y mediano plazo, la perspectiva curadora de la educación, que desde luego es la única solución verdadera en el largo plazo, debería asumirse la opción de endurecer exponencialmente las respuestas normativas a los destructores seriales. Nada más popular y progresista que defender lo que es de todos, incluyendo en esa defensa una durísima respuesta a los perpetradores personales de tanto nihilismo.
*En Twitter: @peliaschev
Fuente: Perfil
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