No pestañea ni tartamudea. Es como si se le preguntara cuál es la capital de Francia y respondiera que el entrenador del seleccionado es Sergio Batista. El sabe que, en última instancia, oculta la verdad. Pero no se inmuta: ministro político del Gobierno, Florencio Randazzo no es de exaltarse. Escucha algo y, tersamente, corre para otro lado.
Han superado, él y sus compañeros de ruta, la etapa elemental de boicotear los espacios periodísticos donde los aguardaban preguntas de problemática respuesta. También se han propuesto no enojarse demasiado, ahora que de a poco van dando la cara, como lo hizo esta semana Randazzo, que me ofreció una lección contundente de desfachatez. Le pregunté qué opinión le merecía que la gobernadora electa de Catamarca, Lucía Corpacci, reivindicara a Ramón Saadi y dijera que el crimen de María Soledad fue una manipulación de los medios. Respuesta del ministro: esas declaraciones de la ganadora del domingo las instaló el Grupo Clarín. Inútil decirle a Randazzo que las palabras de Corpacci fueron expresadas al buque insignia de las radios del Grupo Clarín (Mitre). Fue una operación de Clarín, repite, con la fruición del que se siente impune. Respondo: pero usted está ahora en Canal 26, yo no soy, ni jamás fui, del Grupo Clarín; de las opiniones de Corpacci sobre Saadi y María Soledad, ¿qué me dice? ¿Está de acuerdo? El funcionario reza su letanía: fue una operación del Grupo Clarín.
El Gobierno se mece confortable en la suave oleada, a bordo de su espeso blindaje. Se ha convencido de que las balas no le entran. ¿Electroingeniería, Gvirtz, Szpolski? Responde con los ojos sonrientes: son periodistas que simpatizan con este gobierno y militan sinceramente por él, ¿qué tiene eso de malo?
Como una agresora insidiosa y pertinaz, la mentira cabalga, suprema, sobre la agenda de este país. ¿No fue acaso Néstor Kirchner quien en marzo de 2004, a menos de un año de hacerse del poder, dijo que la democracia había hecho “silencio” sobre las violaciones a los derechos humanos hasta que él empezó a ocupar la Residencia de Olivos? Afirmación definitiva y basal, a partir de allí se supo que toda falsificación podría convertirse en legitimidad pura si era proferida con solemnidad y desde las alturas del poder concentrado.
No han sido los Kirchner los únicos y no es la política el único ámbito manchado en el planeta de las falsedades. El gelatinoso mundo corporativo resplandece de agachadas, medias verdades y mentiras aviesas.
Por ejemplo, Alfredo Fernández Sívori, el empleado de la Exxon Mobil que dirigía Esso en la Argentina hasta que fue vendida a Bridas, enuncia, también sin pestañear, que el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, “es una persona que vela por los intereses de los argentinos, del consumidor, y lo respetamos mucho”. Juan Carlos Nougués, presidente del Banco Supervielle, verbaliza así sus empalagosas plegarias oficiales: “tenemos una expectativa de crecimiento muy fuerte para 2011. Vemos con optimismo a la Argentina. No me causa preocupación profunda lo que se pueda venir. Al revés, estamos apostando a una Argentina que va a seguir creciendo (…). La inflación no es buena para nadie, es una especie de termita que va calando en la sociedad, pero el Gobierno es consciente de eso (sic) y tengo la certeza de que va a tomar las medidas necesarias. Nadie quiere inflación en el país”.
¿Cómo pueden coincidir jerarcas empresarios y líderes piqueteros? De nuevo, no hay respuesta simple para interrogante tan escabroso. Lo que en todo caso impresiona son los agravios a la verdad. Pero si –además– esa práctica se esparce, como jarabe, en actividades donde se debería al menos preservar la sutileza y sobre todo la independencia ante el desmadre prepotente del poder, es un problema gravísimo.
En el trasfondo profundo, como humus cultural del que emana esta cultura política del enmascaramiento y el disfraz, emerge triunfal una patológica inclinación a la mentira, vieja pasión nacional. “Estamos ganando”, decían los medios en el otoño de 1982. “¡Que venga el principito!”, se enardecía el difunto Galtieri.
Tras las elecciones del domingo pasado, módico y acotado asunto de provincia, abundaron las aseveraciones colosales, como si se estuviera en presencia de un elocuente punto de inflexión que cambió la historia nacional. Todo fue, empero, infinitamente más pequeño y opaco. Eduardo Brizuela del Moral, un líder de comarca de densidad política acotada, cosechó 78.504 votos, contra 85.495 de Lucía Corpacci. Cuatro años antes, ella fue candidata a vicegobernadora junto a él, durante la patética concertación con los tránsfugas de la UCR, cuando el agit-prop del kirchnerismo llenaba al país de carteles que rezaban “Cristina, Cobos y vos”. En esas elecciones, el dueto Brizuela-Corpacci amasaba 92.531 votos, contra 58.636 del peronismo de Barrionuevo. En su primera victoria, en agosto de 2003, Brizuela del Moral sacó 82.446 votos contra 72.302 de Barrionuevo. Aritmética elemental: tras ocho años de desgaste, con un electorado prácticamente igual, Brizuela tuvo merma neta de sólo el 8.5%.
La épica progresista inyectada por el aparato de propaganda oficial, sin embargo, se hizo presente la misma noche de las elecciones, desde la red gubernamental de TV, radio e Internet, instalando la fantasía de un grandioso triunfo de la Presidenta. Distorsión falaz: es en la entretela de los trapicheos provinciales donde debe buscarse la clave de los resultados, porque sólo eso pasó, sin adjetivos ideológicos ni paparruchadas sobre “el modelo” y “el proyecto”.
Esta es la época, pues: la realidad es lo que yo digo, la objetividad es un invento de la burguesía. Destruido el imperio de la verdad asumida como bien colectivo, las autoridades han roto con prejuicios reaccionarios. La inflación es del 11 y no del 28%. Tras años de persistente adoctrinamiento en las facultades de “comunicación social”, la objetividad ya fue. La describen como herramienta de los grupos “concentrados”. Todo va bien, señora marquesa.
fuente: Perfil
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