El escrache, venga de donde venga, es signo invariable de salvajismo político. Una señal de intolerancia que, espontánea o no, se nutre en la dificultad que encuentran las disconformidades de un grupo para encauzarse institucionalmente. Asentada como está en el desenfreno, esa disconformidad termina por convertirse en expresión bastarda de un descontento social.
En el imaginario colectivo, el funcionario y la persona investida como tal terminan por ser equivalentes. Es una alquimia difícilmente evitable. Ser y hacer resultan, así, homologables. La calidad de la gestión pública si no lo dice todo, lo dice casi todo de quien la lleva a cabo. Axel Kicillof ha pagado como ciudadan o lo que su tarea representa para aquellos que lo agraviaron a bordo de una nave de Buquebus y aun para quienes, sin haberla cometido, justificaron esa agresión.
Sobre el viceministro de Economía se concentró el desacuerdo con un gobierno que ha dilatado su impopularidad en la clase media argentina; una clase harta de sufrir el efecto extenuante de un estatismo creciente, errático y persecutorio, ejercido, por lo demás, con soberbia y desdén hacia todos los que deben atenerse a sus consecuencias. Sin embargo, el marco y los medios elegidos para hacerle saber a Kicillof que su desempeño no cuenta con la complicidad de la resignación colectiva prueban hasta qué punto se ha desdibujado, en muchos, la conciencia de la diferencia entre recursos apropiados e inapropiados para dar a conocer el disenso con el oficialismo y la necesidad de promover un cambio. El escalofriante criterio de justicia de los pasajeros que embistieron contra Kicillof y los suyos, y el fervor por la democracia directa alientan, al complementarse en la blasfemia, conductas poco menos que bestiales y que, a fuerza de frecuentes, son un indicio inconfundible de la decadencia en la que vivimos.
El pronunciado desequilibrio institucional que se produjo en la Argentina, el desinterés oficial en contar con una Justicia independiente y el auge de la "primavera populista", como supo llamarla Carlos Marx, se reflejan con elocuencia en la proliferación de los escraches. Pero el escrache no sólo abunda como práctica entre representantes, militantes y simpatizantes del oficialismo. Su legitimación ha sido convalidada también por quienes deberían ser los primeros en repudiarlo. ¿Cómo explicarlo? El escrache se multiplica donde la contención constitucional de los desacuerdos políticos se desdibuja y donde poco o nada importa que se desdibuje. Esa peligrosa indiferencia no es únicamente un mal oficialista. Es una antigua patología nacional cuya vigencia está lejos de haberse extinguido en los últimos treinta años de democracia a medias recuperada.
El escrache es una práctica pseudopolítica que la presidenta de la Nación no desconoce ni como víctima ni como promotora. Es comprensible, aunque resulta inaceptable que la bajeza de algunos traspase los límites que impone su investidura para darle a conocer su descontento. Lo incomprensible e igualmente inaceptable es que quien concentra sobre su figura los más altos atributos simbólicos de la Nación proceda como si no le tocara ser quien es. Ese menoscabo de la significación de la investidura presidencial, tanto por parte de quien la ataca como por parte de quien, encarnándola, debería mostrarse inflexible en su resguardo, es más que llamativo. Deja ver a las claras que corren tiempos en los cuales el rigor de la ley se muestra subordinado al desenfreno del poder y de la impunidad. Mediante esta perversa inversión queda convalidado el empleo del escrache, sea su destinatario Axel Kicillof o Nelson Castro. Se le niegue a uno un lugar como pasajero en un barco o al otro un módico sándwich de miga en un bar de la ciudad. En ambos casos, la intolerancia es la que toma la palabra.
Al enmascarar su propósito autoritario en un discurso que se dice progresista en todo lo que emprende, al hacer de la descalificación del disidente un prerrequisito de la propia autosuficiencia y al recurrir una y otra vez al encubrimiento de los hechos que reflejan su falta de escrúpulos y de transparencia, este gobierno ha enseñado a mentir y a despreciar. Su habilidad para imponer lo que pretende se traduce no sólo en las prácticas propias, sino también en las ajenas; en conductas sociales vergonzosas, como las que afectaron a Axel Kicillof y su familia. Es así como el pensamiento único se expande y arraiga, incluso entre quienes aseguran combatirlo. De esa manera, los que no coinciden terminan pareciéndose. La metodología del escrache no tiene ideología. Como no la tienen tampoco los totalitarismos. El ejercicio del menoscabo es ecuánime. Unos y otros han pasado a ser unos contra otros, en nombre de todos. Divididos primero y enfrentados después, pareciera que unos y otros han aprendido a proceder del mismo modo. ¡Y ello para probar que son diferentes! Las malas políticas se combaten ahora con malas palabras. El lenguaje cloacal se propone como expresión del pensamiento. La incertidumbre sobre el porvenir de sus hijos autoriza, al parecer, a muchos padres indignados con este gobierno, a aterrorizar con sus insultos a los hijos de aquellos a quienes se considera responsables de esa siembra de incertidumbre, como ocurrió en el barco en que viajaban los Kicillof.
El retroceso del país, en términos de calidad cívica, es uno de los patéticos logros mediante los cuales este gobierno viene a sumar su propia ineptitud a la de aquellos que lo precedieron. Para inocular a buena parte de la sociedad el apego a la violencia verbal que caracteriza a tantos de sus dirigentes, este gobierno no ha necesitado más que reavivar viejas hostilidades enquistadas en un cuerpo colectivo que desconoce la fecundidad de la reconciliación porque ignora el sentido superior de la política.
Lo sepan o no, los agresores que se ensañaron con Axel Kicillof se parecen a los peores devotos del oficialismo. A los practicantes del agravio ejercido contra todo el que los contradiga. Es cierto: no toman comisarías. No amenazan a los jueces de la Nación. No se escudan en la impunidad para cometer sus felonías económicas. No monologan simulando que dialogan. Pero son capaces de insultar con ferocidad a un funcionario del Estado y desesperar a su familia. Son, en apariencia, hombres afines a las fuerzas opositoras. Dicen no coincidir con el Gobierno en casi nada. Están hartos de su ineficiencia y de la corrupción que trasunta buena parte de sus procedimientos. Hartos de verlo jugar con la Constitución como si se tratara de un fetiche. Hartos de ver sus bolsillos esquilmados por una inflación renegada y un encierro en la irrealidad de nuestra moneda que no disimula lo espurio del interés que mueve a sus promotores. Hartos de la inseguridad, de la explotación de los que poco y nada tienen. Pero incapaces, a la hora en que deberían hacerlo, de devolverle a la palabra la dignidad perdida. De rehuir la injuria, los conceptos envilecidos por la estupidez y el prejuicio. De honrar la inteligencia. Son los hombres que creen estar diciéndole no al Gobierno cuando imitan sus peores conductas.
fuente: La Nación
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