Cuando leí las declaraciones de mi amigo Randazzo sobre el caso Ciccone me indigné. No podía creerlo. ¡Cómo que no ponía las manos en el fuego por Boudou! ¿Acaso sospecha del hombre que eligió la señora para que fuera su vicepresidente? Yo estoy dispuesto a inmolarme por dos cosas: por el Indec y por Boudou. Ah, y por Jaime.
Estaba tan mal que lo llamé por teléfono: "Flaco, espero que mañana mismo, bien temprano, vuelvas a salir por radio y digas en forma terminante que por él no sólo ponés en el fuego las manos, sino los brazos y hasta la cabeza". Su respuesta me dejó tranquilo: "Mañana escuchá la radio". Me sentí orgulloso: un reto había alcanzado para convencerlo. En realidad no sé si fue el reto o el poder que me da esta columna: saben que al que no se cuadra, dejo de mencionarlo. ¡Cuando los ignoro se quieren morir!
Sin embargo, lo que encontré al día siguiente no fueron declaraciones de Randazzo, sino de Aníbal Fernández y de Kunkel, soldaditos obedientes si los hay, y los dos decían lo mismo: que tampoco ellos ponían las manos en el fuego por Boudou. Epa, dije, qué está pasando. De Kunkel se puede llegar a pensar que sigue afectado por la cachetada de la Camaño, pero ¿Aníbal? Pensé en la Presidenta: ya no tendría que mostrarle el abismo a un desbocado, sino a tres.
Me dispuse, pues, a ver cómo, bajo la orden de Cristina, salían todos a matar a los infieles. Imaginé el desfile por nuestra cadena de medios de ministros, legisladores, intelectuales. Imaginé a la propia señora parada frente a una fogata en Plaza de Mayo, diciendo que ella por el honor de su vice estaba dispuesta a sumergirse en las llamas de cuerpo entero. Imaginé reprimendas en público y castigos en privado. Imaginé expulsiones y destierros. Incluso imaginé conferencias de prensa, lo cual, reconozco, ya era un exceso de imaginación.
Pero nada de eso pasó. Los infieles gozan de excelente salud. Ahí caí en la cuenta de que Boudou no la tiene fácil. Acaso sea un problema de evolución de la especie. Su antecesora Felisa Miceli no pudo explicar cómo se quedó con una bolsa de billetes; Amado no está pudiendo explicar cómo se iba a quedar con la fábrica donde se hacen esos billetes.
Confundido, hice una ronda de llamadas. La primera, a De Vido. "Mirá -me dijo-, este chico nunca fue muy prolijo. Es un poquitín atolondrado y soberbio. No digas que te lo dije yo, pero esto con Cobos no nos hubiese pasado."
La segunda llamada fue a Abal Medina. No quiso hablar del tema. Su única preocupación fue que mencionara que es el jefe de Gabinete. "Es que nadie me cree", se quejó amargamente.
La tercera, a Scioli. Como siempre, no escuchó mis preguntas. No salía de "odio al vice, odio al vice, odio al vice". Me parece que hablaba de otra cosa.
También me atendió Zannini, acaso el funcionario más cercano a la Presidenta. Me atendióliteralmente. "Vos siempre ocupándote de cosas intrascendentes, inútiles." Pero lo llamo por Boudou, insistí. "Vos siempre ocupándote de cosas inútiles", insistió él.
La ronda siguió con el senador Pichetto, al que admiro porque siempre tiene cara de que el mundo se acaba en diez minutos y, sin embargo, le mete para adelante. Fue sincero. "No puedo decirte nada porque todavía no me bajaron línea de Olivos. No me gusta Boudou, pero si la señora me lo pide, a ese desafinado lo convierto en Frank Sinatra."
Marcó del Pont se enteró de mi pesquisa y llamó ella. Estaba desesperada. Como la Presidenta le saca las reservas, había pensado reponerlas dándole y dándole a la máquina de Ciccone. Le pregunté si esa solución no era inflacionaria y me contestó: "Boudou me asegura que no".
En el medio se coló una llamada del radicalismo: ya no saben qué hacer para meter bocado. Preguntaron si iba a publicar algo sobre el caso Ciccone, para que agregara la opinión del partido. Un comunicado cortito que dice así: "La UCR no va a permanecer ajena a la suerte de esta causa judicial e insta a la prosecución de todas las investigaciones pertinentes en el marco de la Constitución y las leyes". Muy excitante.
También Echegaray, el gran recaudador de la AFIP, estaba como loco para que habláramos. Me dijo cosas horribles de Boudou. Y de Vandenbroele, el testaferro (palabra de origen italiano:testaferro , cara de hierro, caradura). Y de Ciccone. Y de las cosas que le obliga a hacer la Casa Rosada. Y de la mala suerte que tuvo al estallarle este caso. "Ricardo -lo interrumpí, un poco harto de la perorata-, ¿ahora qué vas a hacer?" Por lo que entendí de su respuesta, pensaba explicarle al vice que recaudar es un arte.
Desde luego, la última llamada fue a la Presidenta. Le pregunté si estaba enojada con Boudou o si había empezado a sospechar de él, y no me contestó. Le pregunté cómo le habían caído las declaraciones de Randazzo, Aníbal y Kunkel, y no dijo una sola palabra. Le comenté el resultado de mi ronda de conversaciones y se quedó callada. No fue un diálogo especialmente fluido, pero igual me sirvió para sacar jugosas conclusiones.
Lo llamé a Amado y le dije: "Yo en tu caso no pondría las manos en el fuego por nadie".
fuente: La Nación
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