Es asombroso, pero es así y no tiene caso negarlo. En la Argentina dejamos de trabajar para celebrar las derrotas y nos tomamos feriados vacacionales para conmemorar nuestras tragedias, como si a esta sociedad la reconfortaran más las muertes que los nacimientos.
Recordar con el 24 de marzo como una efeméride es un emblema de la espesa confusión nacional, equivalente a que España convirtiera en feriado el “alzamiento” de Franco el 18 de julio de 1936, que Italia recordara como fecha nacional el nacimiento del primer Fascio di Combattimento en Milán, el 23 de marzo de 1919, o que Francia conmemorara con asueto el 24 de junio de 1940, cuando Hitler entró al París ocupado por los alemanes.
La recordación del 24 de marzo (que ser un sábado no supuso ayer un parate nacional) nada tiene que ver con la famosa, meneada y mercantilizada “memoria” en boga estos años. La fecha nacional debería ser el 10 de diciembre, cuando la Argentina retornó al estado de derecho y a las cadencias constitucionales. El 24 de marzo simboliza una devastadora derrota nacional, el día que fracasó de nuevo la pretensión de alternar de manera democrática un gobierno fallido, pero que –sobre todo– marcó la resignación (tácita o explícita) de la sociedad a que no se podía combatir la ilegalidad con los valores y los recursos de la ley.
Movimiento cívico-militar o golpe de Estado en la tradición de las asonadas desde 1930, el 24 de marzo representa un violento colapso del proyecto democrático, perpetrado mientras débiles y agónicos sectores políticos rogaban aguardar las elecciones para reemplazar de manera civilizada al régimen de Isabel Perón. ¿Qué mensaje reciben los ciudadanos de menos de 40 años cuando el país “recuerda” con feriado, cuando cae en jornada laborable, el desembarco de las Fuerzas Armadas en el poder?
Nada demasiado diferente a eso es la preservación del demencial feriado del 2 de abril. ¿Cómo puede un gobierno que patrocina ideológica y patrimonialmente conservar los preceptos del revisionismo histórico, la celebración de una fecha que estampa con su sello trágico la historia contemporánea del país? El 2 de abril de 1982, en secreto, por sorpresa, con absoluta chapucería criminal y completa irresponsabilidad política, el gobierno militar desembarcó en las Malvinas. No apeló ni informó a la sociedad. No alertó al mundo. No avisó y mintió, como ocupar las Malvinas fuese parte de la misma metodología de guerra ilegal contra la subversión.
¿Qué se recordó estos días, pues? ¿Tal vez la manipulación cínica de la ingenuidad popular? ¿La astucia ladina de un régimen que se hacía gárgaras con el Occidente cristiano y terminó abrazado con Castro, Kadafi y Arafat? ¿El comienzo de un delirio bélico que concluyó de modo catastrófico con la capitulación del 14 de junio de 1982?
El denominador común que asocia el enaltecimiento del 24 de marzo y el 2 de abril es que en ambos casos un gobierno de incuestionable legitimidad electoral se pliega obedientemente al detestable calendario de efemérides golpistas. Si el 24 de marzo es feriado, ¿qué hacer con el 16 de septiembre de 1955, el 29 de marzo de 1962 y el 28 de junio de 1966, fechas que marcan los derrocamientos de los presidentes Perón, Frondizi e Illia? Sólo una Argentina atontada y somnolienta muta en minivacaciones festivas unas fechas en las que debería prevalecer el recuerdo de la muerte, la evocación de la pérdida absurda de vidas, y –sobre todo– la concreta y tangible derrota el país. Podrían ser jornadas de tipo ecuménico, confesionales o no, pero en las que la entera sociedad se congregase en contrición y silencio, comprometiendo energías para que tales desgracias no se reproduzcan.
Si algo define, en cambio, el perfil oportunista y demagógico de estas ordalías de festividades invertidas es que prioriza las catástrofes, no las epifanías. Pero, además, indica de manera evidente una preferencia por el jolgorio como valor progresista. Enjaulada en el esqueleto conceptual de “la felicidad del pueblo”, la idea es que dejando de trabajar se recuerda mejor aquello que supuestamente no se debe olvidar, ese vacacionismo desaforado que hoy prevalece en este país, asociado con la explícita opción por el ocio.
Son decisiones y políticas que cuentan hoy con innegable apoyo mayoritario. Por eso, descreer de ellas y censurarlas, implica afrontar el vituperio del dogma vigente. Casi nadie quiere ser descripto como enemigo de la felicidad ó incapaz de la alegría. Algo similar ha sucedido con el (al menos) cuestionable feriado de Carnaval: como fue en su momento cancelado por el gobierno militar en los años setenta, su reposición fue presentada aviesamente como una reivindicación democrática.
En el salón de espejos rotos del acontecer nacional, las imágenes devuelven rostros descompuestos. Gran parte de la respiración nacional vive atosigada de reclamos de recordación de todo tipo, tamaño y entidad. Pasa lo inevitable: convertida en una máquina imparable, la operación recordartoria y reparadora no tiene límites. A esto se añade un agravante decisivo: la memorización de las tragedias patrias se reconvierte en esquema festivo y cualquier abismo de los muchos de la historia nacional es el santo y seña para un largo recreo vacacional. No son operaciones enderezadas a crear conciencia cívica desde la escuela, la administración pública y el trabajo, enfatizando el valor transformador de la jornada de labor. Son meras oportunidades para nutrir el calendario con esa demagogia de seguir generando oportunidades para tirar la chancleta.
La celebración nacional del 24 de marzo y del 2 de abril lleva el sello inconfundible de una turbia debilidad del carácter nacional. Son incomprensibles y absurdas, además de enervantes y perjudiciales. Los jefes militares que en 1976 y 1982 produjeron esos hechos deben quedar registrados como agonistas de un tiempo nefasto, pero no como personajes bochornosamente inmortalizados. No es así como piensa hoy la mayoría, preocupada por diseñar su agenda para pasar esos “finde” ideológicamente correctos.
Fuente: Perfil
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