El Gobierno es amigo de la apariencia. Busca dejarla intacta mientras mina la verdadera naturaleza de los hechos que la inspiran. Justicia espectral y democracia espectral le resultan indispensables. Se ilusiona pensando que, cuando esté consumada la tarea de avasallamiento en que está empeñado, ya no será necesario recurrir a la simulación. Las leyes de la República serían para entonces sus leyes, no las de la Constitución. Mejor aún: las leyes de la Constitución se reducirían a sus leyes. El Gobierno habría convertido la Carta Magna en lo que sueña. En una expresión más de esa obra maestra del sojuzgamiento que se llama Santa Cruz.
La disidencia ha sido desde siempre, para este gobierno y los dos precedentes, un signo homologable a la sedición. No podía ser de otra manera. En manos de quien hoy preside la Nación, el Ejecutivo se postula como el único poder con legítima autoridad. ¿Su fundamento? El respaldo a su mandataria de una mayoría de votantes. ¿Y quienes no lo votaron? No cuentan. Entre la minoría y la nada no hay diferencia. Para este concepto excluyente de la política, quienes legislan deben obedecer. Razonar con independencia está de más. Argentinos son, según él, quienes se subordinan mansamente a sus decisiones. Nadie, a su vez, son los que no lo hacen. El Frente para la Victoria tiene su ontología. No se siente cómodo gobernando si no reduce el conjunto de la comunidad a un cuerpo férreamente sometido a sus mandatos. Nadie sino Ella es la consigna coreada. Y nadie somos todos los que en infinidad de aspectos no acordamos con Ella.
Queda claro, una vez más, que si la realidad no coincide con los deseos de la Presidenta, ella está dispuesta a llevarse por delante la realidad. ¿Quién no lo sabe? Desde las tribunas del oficialismo, se llama perseverancia a lo que no es más que ciega obstinación. Allí se homologan el país y la ley exclusivamente a sus necesidades. Pero en el país y en el escenario de la ley se oyen muchas voces. Más que las que el Gobierno quisiera escuchar. La mayoría de esas voces ya no son el eco de lo que la Presidenta pretende. Lo fueron hasta ayer. Pero hoy ya no es ayer, salvo para los obcecados que viven fuera del tiempo.
Un ejercicio de la política asentado en la subestimación perpetua del adversario, una soberbia digna de Sansón antes del encuentro con David, le han impedido al oficialismo advertir hasta qué punto sus desaciertos y transgresiones han privado a su gestión del alcance que tuvo alguna vez. Yendo por todo como lo ha hecho y sigue haciéndolo, ha despertado en la sociedad una resistencia a la arbitrariedad y el despotismo que parecía extenuada en la resignación. Lejos de inducir a la reflexión, esta disonancia entre demanda social y propósitos gubernamentales ha reforzado el fundamentalismo oficial. Corporativos y golpistas, desestabilizadores e inmorales, califican a los que se niegan a identificar la palabra gubernamental con lo inequívoco y sus conductas con lo invariablemente correcto. Es, en suma, el festín del maniqueísmo.
Lo que los funcionarios y adeptos al Gobierno llaman con desprecio democracia formal es lo que otros preferimos caracterizar como democracia constitucional. Es decir, una democracia subordinada al principio de una ley que acota el poder de quienes representan, en este caso, al Poder Ejecutivo. En otros términos: quienes creen en la ley, republicana y democráticamente entendida, descreen de los hombres iluminados. Confían en la Constitución y no en los líderes providenciales.
Recientemente, el valor indispensable de las investiduras volvió a cobrar relieve. Lo probó la decisión de la Cámara Civil y Comercial Federal de ejercer su magisterio con autonomía. El límite tan temido se hizo sentir. Pero también se han hecho sentir el sonido y la furia -diría Shakespeare- que ese límite impuesto suscitó en quienes no lo toleran. La transición, afanosamente buscada, de la democracia representativa a la autoritaria exige ese vendaval de agresiones que ha sufrido y sufre la Justicia; ese aluvión de pronunciamientos prepotentes que ha caído sobre sus representantes. El último fue el insulto liso y llano que el jefe de Gabinete le dedicó el sábado a la mencionada Cámara.
Si esa embestida inclemente resultara infructuosa a mediano plazo, el porvenir del autoritarismo en la Argentina podría verse comprometido. Esto es lo que, en alguna medida, se ha insinuado en los acontecimientos más recientes.
Una abrumadora monotonía conceptual se perfila como el único horizonte posible para el porvenir del relato oficialista. Su poder de persuasión ha decaído, salvo allí donde la ideología reemplaza al pensamiento. Ese discurso perdió el sentido del presente. Y al porvenir no se accede sino desde él. Al Gobierno le queda el pasado; la improbable hazaña de convencer a las mayorías de que es válida la polarización entre réprobos y elegidos.
Más allá de estos anhelos de incierto desenlace, algo nuevo empieza a pasar. Donde todo parecía clausurado, se ha abierto una pequeña ranura. Por ella ingresa ese hilo de luz llamado la ley. En ella se deja presentir el futuro, aunque lo haga aún tímidamente. Pero nos equivocaríamos si creyéramos que el pasado no sigue siendo, de la mano del Gobierno, poco menos que la figura estelar de la actualidad.
La presunción de que el acotamiento impuesto al Poder Ejecutivo en ocasión del llamado 7-D por una Justicia que se reivindica independiente constituye un acto violatorio del orden constitucional, revela hasta qué punto el oficialismo necesita eludir todo control para poder llevar a cabo su proyecto político.
Recordaba hace poco en estas páginas Roberto Durrieu (h.) algo sustancial: "Hay que volver a la visión democrática de Montesquieu: balance y debida división de los tres poderes, tal como lo describe en El espíritu de la ley , de 1750". Esta vuelta requerida no invita a una recaída en algo que ha quedado atrás. Propone el desafío de un paso adelante; un paso hacia lo que, entre nosotros, sigue siendo una deuda impaga. Una tarea y no un residuo. Toda nuestra historia prueba que hemos sido perseverantes en la proclividad a vivir fuera de la ley. Hoy esa propensión arcaica gana cuerpo nuevamente en la Argentina. Y si ahora se maquilla para presentarse como un proyecto innovador, también es cierto que la Justicia ha demostrado que quienes la representan no están dispuestos a extenderle a la República un certificado de defunción.
Estamos en el reino del revés, como ha sabido decirlo María Elena Walsh. El Gobierno, más allá de haber obtenido el viernes un fallo de primera instancia favorable a su pretensión, pretende convertir en subversivo el orden constitucional mientras asegura estar defendiéndolo. Es preciso que las palabras vuelvan a ser pronunciadas con responsabilidad. Somos, invariablemente, lo que hacemos con ellas. Es preciso que entre las conductas y lo que las investiduras significan vuelva a correr el aire limpio de la coherencia.
Pocas veces el derecho -su jerga, sus instancias judiciales, sus protagonistas- estuvo en el centro de la atención pública como en estas semanas. En ellas, el Poder Judicial ha pasado a ser fuente de inusuales expectativas sociales. Y no es para menos. En el marco de su dominio se decide hoy, con especial intensidad, buena parte del porvenir institucional de la Nación. El estruendo callejero de esta primavera se ha convertido en un tenso silencio esperanzado. El de una sociedad que necesita saber si sus reclamos en favor de la soberanía de la ley y de una vida política y económica vertebrada con decencia han sido escuchados o no.
FUENTE: LA NACIÓN
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