domingo, 7 de octubre de 2012

POLVOS Por Pepe Eliaschev



Nada de lo que sucedió esta semana era inconcebible. Era relativamente sencillo de prever. Dejada a su libre albedrío, la bestia del desorden y la ruptura deliberada de las normas tenía que volverse inexorablemente contra los mismos demiurgos que durante años abusaron de su cháchara engañosamente garantista. Cualquiera fuera el desenlace final de la rebelión de uniformados que esta semana estalló sorpresivamente en la Argentina, algo es indisputable: la destrucción del orden arrasa a los omnipotentes que se creían a salvo.
Desde hace ya muchos años en la Argentina el poder político encaramado en la cúspide del Estado estimula conscientemente el desarme de lo establecido. Cínica construcción retórica, es el travestismo de una transformación inexistente. Abroquelado en la construcción de un laberinto anti “represivo” vacío de veracidad, el gobierno kirchnerista se vino dedicando desde 2003 a levantar su ingeniería de tierra arrasada. Esta semana, cuando suboficiales de la Armada puteaban en la cara al jefe de su Estado Mayor, pasó lo que era lógico e ineluctable. ¿Por qué no lo habrían hecho? En un escenario sobre el que se montó fríamente el diseño de una impostura libertaria (todos-tienen-derecho-a-todo-durante-todo-el-tiempo-y-en-todas-partes), los prefectos, gendarmes y suboficiales de varias fuerzas estimaron que era necesario visibilizarse. Esa ha sido la doctrina del Gobierno, aplicada a rajatabla mientras los castigados eran quienes el Poder Ejecutivo sindica como sus enemigos.
Todo era algo perfectamente anticipado, aunque esta semana se salió de madre. Deriva de un proceso que, una vez puesto en práctica, avanza irresistible. Con la disciplina estigmatizada como formalidad producida por un pasado repudiable, el desorden se despliega con coherencia lógica. Así, remolcada por una nomenclatura sindical docente que defiende sus prerrogativas, una ruidosa burguesía judicial le ordena a un ministro de Educación que “negocie” con estudiantes alzados que toman colegios y suspenden clases. Por orden oficial, la calle es de todos. Como es de todos, no es de nadie, algo entendible entre 2003 y 2005, pero que a partir de entonces fue puro cinismo, negación deliberada de organizar la vida social. Bajo esa especulación latía la convicción tenebrosa de que, como el orden es antipopular, es mejor y hasta redituable tolerarlo. ¿No fue este gobierno el que admitió, fomentó y toleró el corte de la frontera internacional con Uruguay con el pretexto de la pastera de Fray Bentos?
Durante años se han reconfortado entre ellos meciéndose con el arrullo demagógico de la “transgresión”. Néstor Kirchner y Alberto Fernández, quienes le abrieron la Casa Rosada a la troupe de Marcelo Tinelli para que grabara, con la intervención de aquel presidente, escenas de un sketch destinado a burlarse de las autoridades que renunciaron en 2001. Se han manejado endiosando la ruptura impune de códigos, escalafones y jerarquías. Maradonizaron la vida de todos los argentinos. Escuadrones de sub 30 fueron rociados en los comandos del Estado, muchos de ellos sin antecedentes ni méritos.
La algarada reivindicativa de prefectos y gendarmes es, además, corolario lógico de una estrategia gélidamente aplicada. El kirchnerismo hizo del doble comando una herramienta sistemática, expresión orgánica de su metódico esfuerzo desestructurante. A las propias (y a menudo cuestionables) fuerzas de seguridad les aplicaron esa receta letal de comandos bifrontes, cuyo paradigma vergonzoso es el caso Garré/Berni en el Ministerio de Seguridad.
En la Argentina se ha ido dando un largo proceso de humillación deliberada de formas consagradas y trayectorias respetables. Sólo así puede entenderse que este país padezca a un canciller con los antecedentes y características de Héctor Timerman. También en ese marco se comprende por qué el matrimonio Kirchner se ha sentido servido con las prestaciones de sujetos como Ricardo Jaime o comisarios como Guillermo métanse-las-cacerolas-en-el-orto Moreno. Es parte de lo mismo. Como esos hombres que no castigan físicamente a sus parejas, pero las humillan de palabra y con gestos, a los argentinos se les ha ido naturalizando el maltrato. La empobrecida tropa de las fuerzas de seguridad escupe y empuja a sus jefes porque desde la máxima cátedra del Estado ésa ha sido la línea. ¿No fue Cristina Kirchner la que pateó malamente a Esteban Righi para reemplazarlo por el evanescente Daniel Reposo?
La mera noción de prudencia ante realidades previas fue esmerilada adrede por un oficialismo convencido de que nada es imposible y de que los límites no existen. Así, partieron a la CTA y crearon su Yasky conveniente. La misma receta se le aplicó a Moyano: ahí está ahora Antonio Caló hablando bien de “la señora”. Lo mismo con la Federación Universitaria Argentina (FUA), a la que le crearon una filial K paralela para pulverizar a una conducción no doblegada. Similar mecanismo usaron para destrozar fuerzas opositoras. La borocotización empezó con el macrismo y siguió con radicales y socialistas. Hasta a la AMIA le tocó el turno; necesitado de manejarse con propia tropa, el Gobierno hizo algo parecido a lo de Perón en los años 50, cuando quiso armar una DAIA propia. Eso significa hoy el desacreditado Sergio Burstein, servicial peón de la Casa Rosada para trabajos sucios en la comunidad judía.
Todo proviene del mismo molde y marcha hacia las mismas consecuencias. Pero lo que ha revelado esta semana la explícita insubordinación de las tropas de seguridad es de una gravedad más profunda que nunca antes. Los malabares con las cadenas de comando encuentran ahora un techo concreto y hostil. Cuando al presidente Raúl Alfonsín se le rebelaron fuerzas militares subversivas, careció de recursos para reprimirlas. Era 1986 y las Fuerzas Armadas eran básicamente las mismas que a él le tocaba comandar cuando dejaron el gobierno, en diciembre de 1983. Pero Alfonsín no descolgaba cuadros; él mandaba juzgar y condenar criminales. Tras ordenarle al inolvidable general Ernesto Alais que las tropas bajo su comando en el Litoral bajaran a la Capital para desactivar ese motín carapintada, esas tropas nunca llegaron. Los militares no le respondían al gobierno democrático. Esto de ahora, en cambio, no es ni remotamente una conjura fascista o un golpe antidemocrático; es el desenlace previsiblemente caótico y plebeyo de un descontento social inocultable. Dicho con un colosalmente eficaz lugar común: de aquellos polvos, estas tempestades.
FUENTE: PERFIL

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