Qué bueno estar de vuelta en mi país, con mi gente y ¡en mi columna! Sí, la he recuperado para nuestra causa, venciendo los vanos intentos del gorila que me reemplazó de quedarse definitivamente con ella. Y, como ven, llegué a tiempo para cumplir con el deseo de la señora de que pase Nochebuena con toda su familia. Eso sí, estoy agotado después de una gira por Madrid, París y Berlín. Fui como enviado de Ella para asesorarlos por la crisis del euro. Nadie nos había llamado, pero me mandó igual.
Mi arribo a Madrid fue noticia en los diarios. "Llega un enviado de Cristina Kirchner para dar consejos sobre cómo enfrentar la crisis", decían los titulares de primera plana. Cuando di a conocer los consejos de la Presidenta, la información fue a parar a las páginas de humor. En Europa no entienden nada.
Básicamente, lo que dije allí fue lo siguiente: la primera crisis es la del relato; la historia del colapso del euro la están contando los diarios. Algo tienen que hacer. Qué es eso de que los gobiernos no tienen cadenas de medios. Qué pasa que no hay un solo 6,7,8 en las televisiones públicas; qué pasa que no estatizaron las transmisiones del fútbol; qué corno pasa que no compran periodistas, que no premian ni castigan a nadie con la pauta oficial; cómo no se les ocurrió pinchar teléfonos, intervenir casillas de mails, perseguir a la prensa independiente?
La crisis del relato se manifiesta también en la difusión de cifras. A Merkel y a Sarkozy les expliqué la extraordinaria experiencia del Indec, que está siendo recogida en los libros de historia como un caso único en el que la voluntad de un gobierno es más fuerte que la realidad. El sueño de todo gobernante: la economía subordinada a la política. A los españoles, que tienen 5 millones de desocupados, les dije que empezaran a hablar de una reducción de esa cifra, incluso aunque los desempleados fueran cada vez más. Los gobiernos tenemos la obligación de ser optimistas. El Indec es, antes que nada, un himno de fe y esperanza. Les encantó la historia y me pidieron que les mandáramos a Moreno, pero tuve que explicar que Moreno no podía salir del país por el cierre de fronteras que él mismo había dispuesto.
Otro problema grave es el de los mercados, que con su mal humor permanente son los que están marcando los tiempos y la dirección de esta crisis. El drama allí es que respetan al mercado y se terminan sometiendo a él. Pobres, cuánta inocencia. Les conté lo que habíamos hecho acá para frenar la corrida del dólar (además de pedirles a los Kirchner que por unos días dejaran de comprar). "Muchachos -los apuré-, a ver si me entienden: la policía. ¡Saquen la policía a las calles! Si ustedes no tienen casi inseguridad, ¿qué hacen con los policías? Mándenlos a los bancos, a las casas de cambio, a las bolsas. ¿Y los gendarmes? ¡Aprieten con los gendarmes! ¿No tienen jueces amigos? Paren con ese verso de la seguridad jurídica. ¡Está en peligro el euro!"
Este consejo no fue del todo asimilado. Ya lo dijo la semana pasada Guy Sorman en un artículo publicado en el diario ABC, de Madrid: "Los dirigentes europeos no están escribiendo la historia; la están sufriendo". Sí, la están sufriendo. Les hablé de policías en los mercados y temblaron. Les hablé de manotear las cajas de jubilaciones y les agarró convulsión violenta. Les aconsejé pagar las deudas con reservas y se persignaron. Hablé pestes del FMI y se taparon los oídos.
Otro tema que no supieron manejar es el de las consecuencias políticas de la crisis. En Grecia cayó Papandreu; en Italia, Berlusconi, y en España, Zapatero. Les dije que eso hubiese sido muy fácil de resolver: los ajustes siempre tienen que hacerse después de las elecciones. Nunca antes. Como lo hizo Cristina.
Les confieso que he vuelto de Europa desilusionado. Sus dirigentes no están a la altura de las circunstancias. Y, lo peor, se niegan a seguir nuestros consejos. Eso le dije a la señora cuando me recibió esta semana. Incluso le di una idea: "A mí no me hicieron caso: debería ir usted. En Italia la aman y están recontra agradecidos, porque después de que se reunió con Berlusca en Roma, él se empezó a caer a pedazos. Ahora quieren que usted se vuelva a ver con Sarkozy, con la Merkel. ¡Capaz que los borra a todos, señora! Le reitero, creo que debería ir".
Se quedó pensativa. Ya sabemos: no le gusta que le digan lo que tiene que hacer. Me contestó. "No voy a ir. No quiero quedar asociada a un continente decadente. Esa gente no merece mi tiempo. Prefiero ir a Venezuela. O a Bolivia. Países con futuro. O quedarme acá. Quiero estar cuando les saquemos Papel Prensa a La Nacion y a Clarín y oír cómo chillan. Quiero estar en este festival de leyes que se aprueban en horas y sólo porque yo lo ordeno. Quiero ver arrodillado a Moyano. Quiero ver cómo se doblan los jueces. Quiero asistir al funeral de la oposición. Quiero seguir escuchando cómo me aplauden los empresarios. Quiero ver a Moreno descontrolado poniendo a parir a todos. Quiero...
-Señora -me animé y la interrumpí-. Dígame: ¿quiere estar también para el ajuste? ¿Quiere estar acá cuando suban la luz, el gas, el agua, el transporte, los colegios, la salud? ¿Cuando caiga el consumo, cuando haya despidos, cuando la gente crea que se está pudriendo todo y se vuelque otra vez al dólar?
-Epa -contestó-, no lo había pensado. Me convenciste: viajaré. Creo que en Europa me pueden estar necesitando. Y de paso compro unas carteras.
fuente: LA NACIÓN
La fina ironía de Roberts, está muy buena. Si no fuera que me aflige la realidad de mi país, hasta me daría risa.
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