lunes, 26 de diciembre de 2011

El laberinto político. Por Santiago Kovadloff


Acaso resulte sorprendente, pero a esta altura de los hechos ya no es inverosímil. Muchos estiman que, por el camino que vamos, una madre, en diciembre del año 2015, podría ungir a su hijo como presidente de la Nación. Los Kirchner no están solos en el afán de construir una dinastía familiar. Los Moyano, en ese sentido, no aspiran a menos aunque, por el momento, se los vea rezagados. La pronunciada agonía de los partidos encuentra, en esta primacía política de la sangre, su diagnóstico más sombrío. Si una hija puede proceder como lo hizo Florencia Kirchner el pasado 23 de octubre y si una viuda puede lo que pudo Cristina Fernández al homologar el nombre de su difunto esposo a los valores supremos del Estado por los cuales decidió jurar como mandataria, es porque ya estamos incursionando en una nueva (o muy vieja) concepción del poder.
También en este sentido el llamado cristinismo se quiere como una etapa superadora del justicialismo. Perón no vaciló en entregarle el poder a su inefable segunda esposa mientras consagraba al pueblo como su único heredero. Un cóctel ciertamente explosivo. Los Kirchner llegaron más lejos y, a lo que todo indica, aún más lejos quisieran llegar.
Ha comenzado por estos días una carrera que se extenderá por los próximos cuatro años. En ella compiten intereses contrapuestos. La oposición debe pelear para ganar protagonismo; el Gobierno, para no perderlo. Dígase lo que se diga, es dentro de sus filas donde el Gobierno encuentra los principales obstáculos que debe superar. Es en sus propias filas donde la Presidenta sitúa los riesgos mayores, aun cuando así no se lo admita. Sobre ex aliados, nuevos aliados, gobernadores de esquivo perfil y subordinados de siempre de dudosa fidelidad, recae la mirada inclemente de su desconfianza crónica. El estrellato ofertado a sus hijos no indica otra cosa. La estrategia, mientras tanto, pretende hacer creer que sus enemigos son externos. "Corporaciones conspirativas" es una de sus flamantes designaciones.
La oposición no sabe cómo dejar atrás su irrelevancia. La fragmentación que la inhabilita debe su vigencia a un modo de interpretar las necesidades del país y el papel de los liderazgos que la arrinconan en la intrascendencia. Nadie, en ella, ha pensado todavía cuál ha sido el aporte efectuado por todos sus dirigentes al desastre común. Al Gobierno, en cambio, lo amenaza su descomunal concentración de poder. Si se embriaga con ella, si profundiza su aislamiento, liquidará una incomparable oportunidad de liderar un proceso de reconstrucción democrática que la República pide a gritos. Y creo, desgraciadamente, que no será otro su rumbo. A lo que todo indica, no estima que su propia suficiencia pueda depararle ninguna frustración. Más aun: la Presidenta, lejos de tener la última palabra, como cabe a su función específica, tiene la única palabra que circula en su entorno. Faltan, entonces, no sólo los aportes que podrían hacerle algunas voces opositoras. Faltan, igualmente, el discernimiento y la sensatez que deberían proveerle, si las oyera, algunas de sus voces más cercanas. Falta, en suma, el aporte invalorable del pensamiento alternativo.
Pareció, hasta hace algún tiempo, que buena parte de ese aporte lo tenía a su cargo Carta Abierta. Hoy se tiene la impresión de que sus redactores han optado por la defensa intransigente de la acción presidencial, lejos ya de aquel espíritu crítico que motivó su origen.
La figura del disidente es una de las más odiadas por la Presidenta. Si se exceptúa la del traidor, no creo que haya otra que le inspire mayor rechazo. En la figura del disidente estalla la autocomplacencia oficial. En ella, encarna la disonancia que enfurece al Poder cuando ese poder lo quiere todo de un solo color. El hechizo del liderazgo hegemónico encuentra en el disidente su límite drástico. Es el lapsus de la lógica totalizadora, el ejercicio autónomo de la reflexión que atormenta al discurso excluyente o único. El poder autoritario necesita terminar con esa práctica para que el mundo vuelva a parecerse a lo que su sed de uniformidad le exige.
Si el fanatismo ha encontrado su lugar en el poder, ¿cómo no habría de encontrarlo la repugnancia al pensamiento crítico que aun subsiste fuera de él? Disentir de ese pensamiento cuando corresponde es el deber lógico del oficialismo y también de la oposición. Pretender silenciarlo, en cambio, buscar su ahogo, es estar decidido a sellar con la impronta de la intolerancia el triunfo del monólogo. Y, dígase de paso, la gran victoria del Gobierno en esta embestida contra el pensamiento crítico es, hasta ahora, la formidable apatía social que, en relación con este asunto, reina entre quienes integran el 46% de un electorado que no lo votó. Ninguno de sus representantes se hace oír al respecto con la contundencia necesaria.
Hay, además de la del disidente, otra figura que el poder no soporta. Es la que representa Moyano. Moyano no es un traidor ni es un disidente. Es el alter ego del oficialismo. Es otra voz del pensamiento único, pero enfrentada ahora a quien se dice su titular. Moyano fue ese aliado que ya no conviene tener. Util hasta ayer; hoy, disfuncional. Ha llegado, pues, la hora de privarlo de legitimidad. El proceso histórico en marcha exige, al parecer, esas alianzas y estos enconos. Moyano, por supuesto, responde con la misma moneda con que le pagan. Pero, en la lucha por el poder, las palabras no suelen ser sino el preámbulo de los hechos. El Gobierno exige subordinación incondicional. Moyano no se muestra dispuesto a retroceder. La prensa es lo que Cristina más odia, pero Moyano representa el poder que más la desvela. Ambos, la Presidenta y el sindicalista, se saben inflexibles en su ambición. Una vez más, el peronismo exhibe las tensiones que genera su división. Una vez más, el país parece depender del curso que tomen esas remotas beligerancias.
Si fuera posible pronunciarse con cierta objetividad, diría que, desde 2001, éste es uno de los momentos más inquietantes de la política argentina. Acaso porque estamos en el umbral de acontecimientos de infrecuente intensidad: un gobierno que se dice peronista enfrentado al sindicalismo; una distancia electoral entre el oficialismo y sus adversarios del 37%, vale decir, como nunca se ha visto; una predilección de la Argentina por el trato con los países políticamente menos evolucionados de América latina y una simultánea reserva en las relaciones con los países más avanzados del subcontinente; casi tres décadas ininterrumpidas de vida democrática y una fragilidad institucional indisimulable.
La Argentina se encuentra en un proceso de declinación muy pronunciado. Si hoy no puede extraer lecciones de un mundo convulsionado por sus contradicciones, podría al menos extraerlas de su propia historia. Pero no. Entre nosotros la proclividad a la repetición del error ejerce una fascinación sin mengua. Lo que se repite cambia de formato, no de contenido. La Constitución es pretextual. Lo es desde hace mucho. La necesidad social de que así no fuera le permitió a Raúl Alfonsín ganar las elecciones de 1983. Pero la imposibilidad de dar sustento en el largo plazo a esa necesidad minó su gestión al poco tiempo de iniciada. Los gobiernos que siguieron al suyo ya concibieron la ley, abiertamente, como un instrumento servil del poder. La declinación cívica de la Argentina se inició en el interior de los partidos políticos cuando empezaron a abandonar su prédica docente y su labor programática para dejarse ganar por un oportunismo perverso. Así es como hoy están pulverizados. Profundizaron esa declinación, ni qué decirlo, los golpes militares. Y los dos últimos gobiernos, al que ahora se suma un tercero, supieron capitalizar los frutos amargos de ese deterioro. Ellos han fortalecido, como sostuvo Natalio Botana, "una democracia sui generis organizada en torno a la hegemonía del Poder Ejecutivo". Vuelve a cobrar vida de este modo un viejo proyecto de liderazgo político asentado en una figura dominante que se postula como equivalente al Estado.
Si supiéramos entender lo que quiso significar Guillermo Jaim Etcheverry con su obra La tragedia educativa, tal vez comprenderíamos que en ella no aspiró a pronunciarse ante todo un experto en la materia. Lo que allí ha hecho Jaim Etcheverry es mostrar, con inusual penetración, que la educación maltrecha que hoy abunda entre nosotros es un síntoma de la pobreza estructural y de la mezquindad ética que imperan en la concepción de la política; pobreza y mezquindad que nos extravían en un laberinto del que, todavía, no sabemos cómo salir.
FUENTE: LA NACIÓN

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