Es notable, por no decir dramático, el contraste entre el protagonismo creciente de la figura presidencial y la intrascendencia, cada día más acentuada, del ciudadano común. El primero proviene del monopolio insaciable de la palabra. La segunda, de la impotencia que se adueña de quien busca hacerse oír por aquellos que se niegan a escucharlo. Uno responde a la necesidad de acaparar la atención constante y exclusivamente. La otra, a la imposibilidad lisa y llana de ser tomado en consideración.
Como una ola gigantesca que todo lo barre a su paso, la inseguridad golpea con siniestra equidad a los distintos estratos sociales. El crimen ejerce su intendencia en todas las calles del país. Asociado al robo de lo que fuere, goza de un auge sostenido. No conoce el freno de la ley. Su magnitud está hipócritamente subestimada. Quienes tienen la responsabilidad de tomarlo en serio y combatirlo con eficacia acusan del mal a sus adversarios o niegan su relieve. Ese perverso Indec de la delincuencia asegura que no pasa lo que sucede. Los promotores de esa distorsión escalofriante no vacilan en afirmar que tres muertos a tiros no suman más que un contuso ni en rematar su ejercicio de la indignidad argumentando, sin que les tiemble la voz, que hogares y comercios asaltados no conforman una tragedia, sino una sensación.
Esta intrascendencia de la propiedad y de la vida encuentra en la impermeabilidad y en la ineptitud con que el Gobierno la encara el estímulo político que mejor le cuadra para perpetuarse. Una misma bajeza hermana, mediante un enmascaramiento común, a quienes delinquen, roban y matan con aquellos que rapiñan desde el Estado. La deshonestidad y la violencia despliegan su inclemencia en cada contexto con los recursos que les garantizan un mayor rendimiento. Es así como las instituciones que deberían representar al ciudadano terminan respaldando las patrañas de quienes lo desprecian y no buscan más que instrumentarlo.
Se ha llegado más lejos que nunca en el ejercicio cínico de la burla y en la diseminación del odio y la desesperanza social
Es la hora triunfal de la simulación y de la estafa. De la siembra exitosa del miedo por parte de los verdugos. De la cosecha penosa de la desesperación por parte de sus víctimas. Se ha llegado más lejos que nunca en el ejercicio cínico de la burla y en la diseminación del odio y la desesperanza social, desde los días de la crisis desatada a principios de siglo. Hoy los grandes postergados son también los que reclaman que la ley despierte y proceda. Son los que agitan sin desmayo las pancartas que llevan estampados los rostros de sus familiares baleados, violados, saqueados y olvidados. Son los que golpean sin éxito a las puertas de los que tienen el deber de responder y no lo hacen. Son los que no tienen derecho a disponer de lo que es suyo, empezando por sus propias vidas. Son los que desconoce un Gobierno que se niega a pronunciar las palabras que designan los pesares de la hora: inflación, recesión, corrupción, inseguridad, paco, desempleo, ajuste, presión sobre los medios de información independientes, control extorsivo del reclamo federal, robo y muerte, y más robo y más muerte.
La decadencia argentina se ahonda con esta despiadada disociación entre la palabra oficial y los hechos sociales. Los hechos sociales desmienten, con su dolorosa intensidad y el aplazamiento de su comprensión, la suficiencia vergonzosa de esa palabra oficial. Una enfermiza obstinación en el error agrava los desaciertos que pesan sobre todos los argentinos. El Gobierno no puede aprender y sólo se muestra dispuesto a enseñar. Su ciencia es el saber de la intolerancia hacia todo lo que no coincide con su dogma. Ha descubierto hace mucho la rentabilidad política del maniqueísmo. Ha hecho del prejuicio el fundamento de sus razones y el motor de su acción cotidiana. Ha dividido el país entre réprobos y elegidos con la intención premeditada de desunir aún más lo que ya estaba escindido. En la orilla de los condenados, agolpó a los que sólo merecen su desprecio. Al identificar al Estado con los intereses de su gestión ha reducido sus obligaciones al cumplimiento de sus conveniencias. Una democracia sin auténtica sustancia institucional ha hecho del desempeño ministerial un ajetreo de espectros y obsecuentes, y de la oposición un gueto de apestados.
A todo esto hay que adicionarle un problema decisivo. Ese problema agrava la irrelevancia de los desoídos y no es otro que el de la ausencia de liderazgos políticos capaces de potenciar, en una propuesta convergente, la significación política de tanta disconformidad. Por lo menos, el 46% de los votantes manifestó su desacuerdo con este gobierno, en las elecciones presidenciales del año que pasó. Se lamenta muchas veces que ese total no integre un conjunto, un cuerpo homogéneo y no pase de un caleidoscopio de discontinuidades y segmentos. ¿Debería no ser así? No me parece que, por el momento, ello sea indispensable para lograr lo que de inmediato más importa. Y lo que más importa ahora es lograr la incorporación al Parlamento de la fuerza representativa de ese repertorio de voces igualmente persuadidas de la necesidad de poner un límite a la desmesura del oficialismo. De un oficialismo que no acepta acotación alguna; que requiere serlo todo, acaparar todo, agotar en su figura la representación de la nación.
Hay que poblar el Parlamento de sensibilidades capaces de coincidir en el intento de acotar la voracidad del partido gobernante
Las elecciones legislativas del año 13 están ya demasiado cerca de nosotros como para que no resalten ante nuestros ojos dos verdades por lo menos. Una de ellas sugiere que el Gobierno no está seguro de volver a ganar. La otra, que las fuerzas opositoras empiezan a persuadirse de que algo en común deben llevar a cabo para afianzar, en el orden legislativo, las raíces populares de una exigencia básica: impedir la reforma constitucional con la que sueña el oficialismo.
Hay que poblar el Parlamento de sensibilidades capaces de coincidir en el intento de acotar la voracidad del partido gobernante. Hoy nada es más urgente que la convergencia inspirada por ese fin principal: desbaratar el proyecto de quienes buscan la extinción del Estado de Derecho. Debe hacerse oír en el Congreso un ¡no! rotundo a ese propósito de introducir en la Constitución las alteraciones que la convierten en un felpudo del poder. La finalidad de la reforma buscada es extender el magisterio del discurso único al campo de la ley fundamental de la nación. Se trata de poner esa ley, ya tantas veces vulnerada, a los pies de un Gobierno que se quiere perpetuar más allá de lo que ella establece. Se trata de hacer olvidar para siempre que son ese gobierno y todos los que lo sucedan los que deben estar al servicio de la ley. Se trata de borrar de la letra el principio obligatorio de la alternancia indispensable entre los que acceden y los que aspiran a acceder a la máxima magistratura. Se trata de poner la necesidad política de dialogar con quienes no se coincide al servicio de la presunta clarividencia de los devotos del monólogo. Se trata, en suma, de eternizar el presente mediante el recurso que permita inmovilizarlo: la subordinación de la Constitución nacional a una voluntad hegemónica que se quiere imperecedera.
Una agenda de prioridades republicanas elaborada en el escenario opositor debe invalidar cualquier intento de discutir hoy eventuales liderazgos partidarios. Hay que terminar con la costumbre de poner el carro delante de los caballos. El año 13 no sólo precede al 15 cronológicamente. Lo precede sustancialmente. Lo que en él ocurra determinará el porvenir del modelo jurídico que aún, si bien maltrecho, sobrevive y en el que aún, si bien a los tumbos, sobrevivimos.
Me gusta leerla señora. Muy bueno!
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